Puede parecer paradójico titular en valenciano un texto en castellano, pero, bien pensado, no lo es tanto. La Comunidad Valenciana es bilingüe y esa es una de nuestras señas de identidad. Empleamos ambas lenguas y no es extraño oír conversaciones donde cada interlocutor utiliza aquella en la que se siente más cómodo sin que ello suponga un problema. Una riqueza que deberíamos preservar y de la que tendríamos que enorgullecernos.

Sé bien de lo que hablo. Pertenezco a la última generación que no estudiaba valenciano en el colegio como asignatura obligatoria y eso ha marcado de alguna manera mi vida.

Mi madre, valenciano parlante de nacimiento, decidió aparcar su lengua materna desde que, allá por los tiempos de Maricastaña, la castigaban en el colegio por utilizarla, y nos educó en castellano porque quiso ahorrarnos el sufrimiento que a ella le supuso, hasta el punto de tratar de eliminar todo resquicio de acento, como si hubiéramos nacido en el mismísimo Valladolid. Y lo logró.

Por eso, cuando quise conocer la lengua de la tierra que me ha visto nacer, no me quedó otro remedio que hincar los codos y esforzarme en aprender. Lo conseguí, al menos oficialmente, aunque me ha costado mucho más desprenderme de esa especie de complejo con el que hay quien estigmatiza a quienes no hablamos el valenciano “de toda la vida”.

De hecho, me ha costado más reconocerme a mí misma como valenciano parlante que escribir libros e incluso ganar premios por obras en esta lengua. Otra paradoja, aunque ya hace tiempo que asumí que es motivo de satisfacción y no de vergüenza el hecho de hablar valenciano con corrección porque he querido hacerlo y no porque me haya venido dado.

Mis hijas, sin embargo, han tenido más suerte. Desde los comienzos de su vida escolar tuvieron la oportunidad de aprender nuestra lengua propia al tiempo que el castellano y hoy viven el bilingüismo con normalidad. Incluso llegó un momento en que una de ellas me propuso cambiar nuestra propia lengua vehicular y desde entonces entre nosotras hablamos valenciano.

Castellanización

Hoy veo con tristeza como esa riqueza lingüística peligra. Una nube de castellanización se cierne sobre nuestras cabezas y, aunque no se vuelva a los tiempos de mi madre, parece que la tendencia es dividirnos de nuevo: por un lado, quienes hablan y estudian en castellano, y, por otro, quienes lo hacen en valenciano. Restar en vez de sumar o, lo que es peor, dividir en vez de multiplicar. Una verdadera lástima.

Creo que la lengua debería estar más allá de diatribas políticas. De hecho, mis hijas fueron al colegio durante toda esa larga época que antecedió al primer gobierno del Botánico y cuyos dirigentes nada tenían que ver con estos.

Y fue entonces cuando pusieron los primeros ladrillos de su educación bilingüe que, por cierto, tampoco les ha impedido conocer a la perfección otras lenguas extranjeras. Una cosa no quita la otra. Incluso me atrevería a decir lo contrario, que la costumbre de usar habitualmente dos lenguas ayuda a la hora de aprender otros idiomas.

Tenemos, además, la fortuna de tener una cultura propia. Nuestra lengua no nació ayer y son muchos los autores y autoras que, desde la Edad Media hasta hoy mismo, han ido construyendo ese edificio que constituye nuestra propia identidad. Una identidad que ni es exclusiva ni excluyente, que no es separatista sino integradora. Que, en definitiva, como ya he dicho antes, no resta sino suma.

No hay más que echar un vistazo a nuestra historia reciente para comprobar que no fue fácil llegar hasta aquí. Costó ímprobos esfuerzos superar una época donde la lengua amenazaba con ser un motivo de lucha en lugar de ser un factor de unión. Y se llegó con sus cesiones y sus renuncias, como siempre ocurre.

Ahora, tengo la sensación de que el fantasma del frentismo vuelve. Y que puede barrer con él una riqueza cultural que debería estar por encima de todo.

Ojalá sea solo una sensación, y no llegue la sangre al río. Ojalá no hagamos de nuevo cosas de las que tengamos que arrepentirnos.