Por Carmen Millán Cerceda
Me ha sobresaltado una mirada fija suspendida en la mía, y abstraída como estaba en mis pensamientos, he tardado unas décimas de segundo en reconocer mis propios ojos en la imagen reflejada en el impoluto cristal de la librería de mi despacho. Es una tarde fría, envuelta en un gélido silencio cargado de susurros, los de mis propias reflexiones. Apenas diez días después de lo ocurrido en París, Hollande ha comenzado una cruzada, me barrunto yo que será la novena y le auguro un mayor éxito que a las dos últimas, orquestadas por el desatinado Luis IX, recabando apoyos para asestar un saetazo mortal en el corazón, negro, de ese autodenominado Estado Islámico. Es, lo queramos ver o no, una guerra, la de Oriente contra Occidente y ya hay quien, lejos de soltar un suspiro de alivio (“Gracias Señor, ha sido en Francia y no aquí”) ha sentido como propias las víctimas, comprometiéndose a preservar la seguridad de sus ciudadanos y la de sus vecinos que, necesariamente, pasa por aniquilar a la bestia.
No han faltado tampoco miserables que culpen a la OTAN, a Bush o al propio Aznar, sin condenar tan siquiera la matanza o quienes, políticamente agonizantes, lancen mensajes electoralistas – aptos sólo para oligofrénicos – tales como “vuestras guerras, nuestros muertos”…
Yo, simplemente, me avergüenzo de los dislates de estos “pseudopacifistas”, tanto como de la pasividad de nuestro Gobierno que, en vísperas de las elecciones, apuesta por la “unidad” y la “lealtad” recurriendo nuevamente a la tibieza, a la que ya nos tiene acostumbrados, esa tibieza tan suya, tan rajoyana, de “consultar cualquier decisión con el Parlamento”, que ahí es cuando le sale el espolón a este aguerrido zorro, aprendiz de estadista, optando una vez más por la apática cautela, no vaya su presunto arrojo a pasarle la misma factura a él que al protagonista patrio de la Cumbre de las Azores.
Esperemos que, mientras tanto, no tengamos que lamentar más muertos a manos de estos radicales de la Yihad y especialmente, confiemos en que de producirse no tengan lugar en España porque entonces despreciaremos al cauto, envidiaremos al ruso (“perdonar a los terroristas corresponde a Dios, enviarlos con el es cosa mía”) y anhelaremos un francés por dirigente. No se puede permanecer impasible, mirando de soslayo para evitar que abiertamente se nos solicite esa contribución que tanto parece resistirse, Don Mariano, a conceder desde la atalaya de esa falta de empatía, tan suya, tan rajoyana, inmerso en el sopor "dontancredista" y cruzando los dedos para que “no nos toque” o para que “no nos pidan”, al menos no antes del 20D.
Como española reivindico de mi Gobierno un pronunciamiento expreso sobre las medidas que España va a tomar ante el execrable acto cometido en un país socio, quiero que mi Presidente, aun cuando sea por primera vez, rompa ese persistente silencio en el que vive instaurado y se disponga no a esperar sobre un níveo pedestal en medio del coso frente a la salida de chiqueros, vestido de blanco, sino al lance de aguardarlo a porta gayola, con la bravura y la valentía de un español de bien. Y si eso le supone una cornada, habrá de aceptarlo con hombría reconociendo, quizás, que hace tiempo que debió darle la alternativa a un nuevo maestro para cortarse él la coleta, pues los morlacos del islam o del separatismo, a la vista está, le vienen grandes al cándido “siciliano”.
“La debilidad nunca es rentable, cuando de lo que se trata es de hacer frente al terrorismo internacional” (Margaret Thatcher).