El expresidente brasileño Lula da Silva/Nacho Doce/Reuters

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Menos lirili y más larala

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Por Mario Martín Lucas

Érase una vez un país que llegó a crecer al ritmo del 4,10% desde el 2003, año en el que llegó al Gobierno un tornero mecánico, devenido en sindicalista después de haberse construido un futuro tras trabajar como limpiabotas, vendedor ambulante o recadero, y aún resuenan los ecos de algunas de sus citas célebres, como aquella de “cuando un obrero del metal roba va a la cárcel; cuando lo hace un rico le hacen ministro”, totalmente premonitoria. Los ojos del mundo entero se pusieron en ese país, en una transformación económica sin precedentes, la primera Olimpiada de la era moderna en terreno sudamericano sería allí y, a continuación, sin interrupción, también el Mundial de Futbol; las principales empresas de construcción e infraestructuras venidas de los cuatro puntos cardinales del planeta Tierra encontraron su maná allí, en plena crisis mundial, al tiempo que la cuarta parte de la población nativa de ese mismo país vivía en régimen de extrema pobreza.

Sí, han acertado, el país es Brasil y quien llegó al poder tras recorrer toda suerte de empleos antes de articular en torno a sí los deseos de cambio de la sociedad carioca fué Luiz Inacio Lula Da Silva, que tras ser presidente siete años, optó por no forzar la modificación de la Ley que impide la reelección más de dos mandatos, pero se aseguró de designar su sucesora en la figura de Dilma Roussef, de perfil y origen distinto a su mentor, de buena familia y formación, activamente política desde su juventud y capaz de saltar de unas formaciones políticas a otras, del Partido Democrático Laborista al Partido de los Trabajadores, desempeñando distintos puestos de la cosa pública, desde ministra de Energía a ministra de la Casa Civil de Brasil o presidenta del consejo de directores de la gran empresa Petrobras.

Hoy, en 2016, seis años después de ser presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, investigado por presunta corrupción, blanqueo y fraude, en el marco de la operación “Lava-Jato” que afecta a la mayor empresa brasileña, Petrobras, ha aceptado incorporarse como ministro en el equipo de su sucesora, en su momento designada por él mismo, en lo que parece más que evidente que es un maniobra para protegerse a través de las prebendas e impunidad del cargo; lo cual sitúa en el punto justo, la abismal distancia entre lo que Lula decía en sus orígenes políticos y lo que en la práctica hace, lo que podríamos calificar en argot castizo como “mucho ‘lirili’ y poco ‘larala” o lo que es lo mismo: una cosa es predicar y otra dar trigo. Por si faltaba algún ingrediente más al sainete, el juez Sergio Moro ha filtrado la grabación de la conversación entre Rousseff y Lula, en la cual la actual presidenta brasileña anuncia a su predecesor que se da prisa en mandarle el decreto de su nombramiento, para así poder “usarlo en caso de necesidad”.

Este caso es uno más en la casuística de cómo se ejerce el poder, cuando se tiene, en clave privada, por encima de los intereses públicos, y como los “jarrones chinos” en argot de Felipe González, buscan aferrarse a los privilegios que disfrutaron en el cenit de sus carreras políticas, bien sea ocupando sillones en los consejos de administración de “agradecidas” grandes empresas, bien sea como conferenciantes promovidos por grandes grupos editoriales o reconvirtiéndose en empresarios o inversionistas, exclusivamente a beneficio. Aunque también hay casos que durante su ejercicio en el poder, son capaces de conseguir que su esposa suministre de flores toda obra pública a tiro de su estilográfica, así como a las gentes de la “bona societat”.

Menos "lirili" y más "larala" es lo que querrían los ciudadanos tanto de Brasil, como de Gran Bretaña o de España. Las buenas gentes de cualquier país están algo más que hartas que las promesas de regeneración y buenas prácticas duren el tiempo justo de que quienes las enuncian alcancen el poder. Lula ha generado una gran frustración entre su propio pueblo, y desde luego entre sus votantes, aunque no es el único caso en nuestras democracias. Nada es tan alienante como el poder y la confortabilidad vinculada a él, y si no que se le pregunten al propio Lula, a Felipe González, a José María Aznar o a Tony Blair, por poner solo unos pocos ejemplos.

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