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Neurosis dominical

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Hace pocos días descubrí un concepto que me resultó interesante. Se trataba de la llamada "neurosis dominical", una especie de sentimiento depresivo que invade a no pocas personas cuando, tras una semana más de intensa actividad mental y física, se encuentran durante uno o dos días consigo mismos y con una intimidad un tanto abrumadora, que, en ocasiones, conduce a un vacío existencial transitorio.

Este nuevo término hizo que mi mente divagara, y me formulé algunas preguntas acerca de la deriva constructiva que está adoptando Occidente, cuya ambición de convertirse en el oasis de libertad dentro de un mundo cada vez más hostil le ha llevado paradójicamente a alejarse de ese proyecto y adquirir una sustantividad diferente, casi opuesta al concepto pretendido, algo así como una trinchera social sobre la que pesa una bruma individualista llevada al extremo que nubla la visión de todos los que formamos parte de su conjunto. 

Aceptando la máxima del yo actual como centro de mi propio universo, nos hemos acostumbrado a vivir en un continuo desenfreno pasional que nos hace no solo obviar lo colectivo, sino a veces incluso censurarlo activamente en pos de sumarnos con cierta violencia psicológica al carro del crecimiento personal superfluo, ese que a simple vista promete la plena realización sin plantear escollos que requieran algo más que una nacionalidad concreta para ser vencidos, pero que a la larga nos torturará y acabará soltándonos con desprecio en una cuneta emocional.

Instituciones, medios y redes sociales nos bombardean a diario con eufemismos constitutivos de una doctrina vital a la que todos debemos adherirnos si queremos alcanzar lo que hoy se entiende como felicidad. Dichos eufemismos nos enseñan que la frustración extenuante de la lucha diaria por alcanzar un proyecto concreto es insana, o que el compromiso no existe, pudiendo poner fin a los vínculos afectivos una vez veamos sobrepasados unos supuestos límites cuyo umbral modificamos según nos convenga para no tener que enfrentarnos y trabajar con nuestras propias fisuras emocionales.

Amordazamos nuestro componente estoico, tan necesario a la hora de afrontar la vida, para evitar sentir la incomodidad de hablar con nosotros mismos. Desterramos la resignación de nuestro vocabulario porque no aceptamos que puedan surgir adversidades frente a las que debamos mantenernos firmes y de las que no podamos huir. 

El cocinado dialéctico de ciertos conceptos como la satisfacción personal o el empoderamiento ha esparcido en el ambiente occidental algunas esporas tóxicas que impregnan nuestra psique y la embrutecen hasta el punto de endiosarnos y victimizarnos a la vez, erigiéndonos cada uno como particulares tradiciones a las que los demás han de rendir culto porque sí, porque lo merecemos. Somos nuestro propio templo y en él solo entrarán personas vitamina, aquellas que aporten justo lo que necesitamos en el momento en el que lo necesitemos. Sin perturbarnos demasiado, gracias.

Ejemplo de ello es la redefinición del libertinaje sexual como el camino para establecer nuevos vínculos afectivos trascendentales y enriquecedores, cuando de lo que realmente se trata es de no dejar atrás una forma fácil de experimentar esa vibración adrenérgica de las primeras veces, evitando así profundizar en terrenos emocionales pantanosos que pongan a prueba una moral en desuso.

Aquí queda expuesto uno de los fantasmas del capitalismo, que ha llegado a hacer que demos a otros seres humanos el valor de una simple mercancía de la que sacar siempre provecho. Si no aportas, mejor no estés. Esta aparente satisfacción obtenida en el corto plazo acabará por convertirse en costumbre sin rumbo ni objetivo, dirigiéndonos hacia un horizonte frustrante y emocionalmente acotado.

Esa soberbia visión en túnel hace que nos tomemos la licencia de dibujar un sinfín de líneas rojas a nuestro alrededor, prohibiendo el paso de aquellos que no quieran vivir según nuestras propias normas absolutistas, aquellas que el mundo ya se ocupará naturalmente de desmontar. Líneas rojas que desfiguran las relaciones sociales, convirtiendo el argumento en ofensa, el debate en reproche y la opinión en calumnia.

Narcisistas, ignoramos la vida en general cuando validamos nuestras propias teorías sin opción a réplica, atrofiando así el sentido de búsqueda y la búsqueda de sentido. En ese punto creo que nos encontraremos de frente con una neurosis dominical sempiterna, ya que, pese a darnos cuenta del error, nos aferramos a ese síndrome amotivacional porque concuerda con la idea paradójica en la que insisten los gurús de salón de que somos los únicos protagonistas en un universo que sigue su curso y que ni siquiera hace amago de mirarnos.