Elitistas de la tontería
No he querido percibir pero he percibido el repunte de una vieja controversia, la confrontación entre “alta” y “baja” cultura, expresada en unos términos tan chapuceros que casi obligaban a una intervención polémica; sobre todo si tenemos en cuenta que se ha manifestado en “ambientes de izquierda”, que son los míos o los que más me preocupan. El primer disparate pasa por colgarle a la “alta” cultura la trasnochada etiqueta de “elitista”. Y no tanto porque las élites se hayan desvanecido (ahí las tenemos, codiciosas como de costumbre) sino porque en el campo que más me atañe, la literatura, asusta pensar qué deben leer las élites económicas, emprendedoras y catódicas de nuestro Estado. Que cada uno elija sus “poceros”, banqueros, “conseguidotes” y ministros favoritos.
Entiendo que quienes contraponen estas dos “categorías” y auguran (cuando no incitan) a una confrontación inminente se refieren a otra cosa, un tanto imprecisa, pero que podría estabilizarse como la secuencia de obras originales y de cierta dificultad sancionadas por la academia (el colectivo de lectores interesados en pelear por salvar de cada época lo que merece la pena leer) como “canónicas”, y que se podría identificar y condensar en la etiqueta “Shakespeare”, o si se prefiere un despliegue arbitrario: Cervantes, Voltaire, George Eliot, Henry James, Dovstoievski, Iris Murdoch o Anne Carson… De nuevo: que cada uno se provea de los nombres y las tradiciones más afines.
Las procedencias de los individuos citados (por no hablar de Céline, Genet, Coetzee o Naipaul) son lo bastante variadas para convencerse de que no defienden compromisos establecidos por ninguna élite dominante, que sus obras no reflejan la idea y los proyectos que las clases “dominantes” tienen del mundo (a la que más bien tienden a agrietar y zaherir), sino que su compromiso es con la complejidad, nos ofrecen una mirada adulta, matizada y crítica de la existencia, refractaria a los atenuantes, los atajos, los reduccionismos y las mentirijillas autocomplacientes. No parece que este “servicio” tenga que ninguna necesidad de entrar en conflicto con los que ofrece el “arte popular”, entendido en este párrafo como las manifestaciones artísticas y culturales que emergen de la tradición y que dan sentido y continuidad a las comunidades.
La lectura de los escritores comprometidos con la “complejidad” contribuye a la principal función a la que debería aspirar el “arte de izquierdas”: entregarle al lector una poderosa arma de compresión sutil, compleja y cabal
Y digo “servicio” porque la lectura de estos escritores comprometidos con la “complejidad” contribuye a la principal función a la que debería aspirar el “arte de izquierdas” (a menos que uno crea muy intensamente en la propaganda): entregarle al lector la poderosísima arma de una compresión más sutil, compleja y cabal del mundo en el que vive y la región en la que ha nacido, ya quiera preservarlo, transformarlo o, sencillamente, emanciparse (al fin y al cabo los hombres tenemos pies y no raíces). No tengo la menor duda que para la mayoría de muchachos y muchachas de la así llamada clase media ha contribuido mucho más a desperezarnos y sacudirnos la lectura de “Shakespeare” que los bailes y las chocolatadas populares.
Lo más ingrato del asunto es que esta falsa confrontación entre lo “complejo” y lo “sencillo” (que no entre lo “complicado” y lo “simple”) oculta la pertinaz presencia de un tercer invitado, tan omnipresente que como la respiración ya ni lo notamos. Me refiero a la “cultura de masas”, o para no incurrir en etiquetas “trasnochadas”: toda aquella manifestación “cultural” que no aspira a la complejidad ni siente ningún arraigo, dedicada al “entretenimiento”, refractaria a la originalidad y al riesgo, cargada con frecuencia de “ideología” (a menudo inadvertida), cursi y sentimental en el convencimiento que eso es lo que demanda el “público”, y sujeta al imperio del rédito.
Los productos de esta “cultura de masas” son inicuos si se toman en dosis controladas y se administran con los ojos abiertos (esto es, sabiendo lo que se ingiere), solo cuando te la cuelan bajo mano puede provocar entontecimiento y graves trastornos. Pongo un ejemplo para no alargarme: los superhéroes de tebeo (género que consumo con deleite) aparecen en algunas de estas conversaciones pre-belicistas alineados en las filas del “arte popular”.
La magnitud del disparate es la siguiente: ¿vamos a considerar “élite y digno de reprobación” los esfuerzos de un dublinés expatriado por exponer la vida del hombre contemporáneo (al tiempo que corroía la triple dominación miserable del nacionalismo, la iglesia y la codicia) y cuyos esfuerzos podemos adquirir en todas las librerías del mundo a menos de un cuarto de céntimo la página mientras consideramos “arte al servicio del pueblo” una fantasía infantil que ha costado millones de dólares al servicio de una invasiva industria del entretenimiento que copa y colapsa las carteleras de todo el mundo con la consecuencia de propagar, de manera más o menos consciente, imbecilidades crueles y falsas del tipo: “si quieres puedes” , “lucha por tu sueño” o “saca lo que llevas dentro”?
Porque lo que desde luego no puede permitirse un votante de izquierdas es columpiarse en falsas dicotomías, por bien que suenen y sencillas que parezcan de propagar, si el desenlace más probable desemboca en el absurdo de perjudicar aquel arte que por su compromiso con la complejidad mayores posibilidades tiene de suministrarle las herramientas imprescindibles para desarrollar un pensamiento crítico y llevar una vida independiente. Que es, creo modestamente, de lo que se trataría.