En su Libro de la invención liberal y arte del juego del ajedrez, publicado en Alcalá de Henares, en 1561, el sacerdote extremeño Ruy López de Segura inventó la palabra 'gambito' para definir la entrega de un peón, con el paradójico propósito de dominar la partida.

Acababa de volver de Roma, donde había escuchado la expresión “dare il gambetto”, equivalente a tender una trampa. Procedía de “gambettare” o sea, de poner la pierna –“gamba”- en forma de zancadilla.

Ilustración: Tomás Serrano

Años después, López de Segura sorprendió a todos, en el primer torneo internacional de maestros de la historia, convocado por Felipe II en El Escorial, al iniciar una partida, sacrificando el peón colocado inmediatamente delante del rey. Era el 'gambito de rey', una apertura tan audaz como arriesgada, destinada a ganar movilidad en el centro del tablero, que se hizo muy popular en el llamado “ajedrez romántico” del siglo XIX.

Paralelamente, tanto la Monarquía absolutista, como la constitucional, no han dejado de proporcionarnos ejemplos de gambitos políticos, en los que el titular de la Corona ha sacrificado, con mayor o menor oportunidad y acierto, a sus favoritos, colaboradores directos o primeros ministros, para tratar de preservar a su real persona de tal o cual huracán.

Así despacharon los Austrias a Antonio Pérez, el Duque de Lerma, el Conde Duque de Olivares o Fernando de Valenzuela; y los Borbones, a EnsenadaAranda, Esquilache, Godoy o el propio Adolfo Suárez. En el caso de la actual dinastía, hablar de la proverbial “ingratitud de los Borbones” es poco menos que moneda de curso legal.

La variedad más dramática del 'gambito de rey' se produce cuando el peón sacrificado forma parte de la familia del Monarca, en el primer grado de parentesco. Felipe II sacrificó a su hijo don Carlos, Fernando VII a su padre Carlos IV, Alfonso XII a su madre Isabel II -impidiéndole el regreso del exilio que implicaba revisar la abdicación- Juan Carlos I a don Juan y ahora Felipe VI a Juan Carlos I.

Si en todos esos casos el monarca afronta un conflicto personal, en el que su propio interés se mezcla con el del Reino y la Corona, y es el paso del tiempo el que emite su veredicto, pocas veces como esta ha parecido tan claro el acierto de una decisión, sin duda histórica.

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Cuando, en la mañana del 18 de junio de 2014, el aún rey Juan Carlos me preguntó qué me parecía el inminente anuncio de su abdicación y yo le contesté: “De todas las grandes decisiones que ha tomado Su Majestad, es la que menos me gusta porque es un mal final para lo que, en conjunto, ha sido un buen reinado y porque crea un mal precedente para la Corona”, evidentemente no sabía lo que había ocurrido entre 2008 y 2012 con la cuenta secreta en Suiza.

Si lo hubiera sabido, probablemente le habría contestado que aquella vergonzante e inexplicada abdicación, aquella dimisión más propia de un presidente autonómico bajo sospecha de corrupción, era la menos mala de las calamidades. O sea, lo mismo que pienso hoy de la problemática decisión de Felipe VI, forzando su salida del palacio que durante 56 años ha sido su casa, una vez que ha aflorado todo el itinerario entre el dinero saudí y la cuenta de Corinna en las Bahamas.

Comprendo el nivel de confusión de gran parte de la opinión pública, fruto de la mezcla de factores emotivos y consideraciones legales. Nuestro sondeo de estos días lo refleja: la mayoría de los españoles considera a don Juan Carlos víctima de una “campaña política contra la Monarquía”, pero se opone al mantenimiento de su inviolabilidad, cree que hay motivos para juzgarle y le gustaría verlo en el banquillo.

Le habría contestado que aquella vergonzante abdicación era la menos mala de las calamidades

Esa mayoría está, al mismo tiempo, en desacuerdo con su salida de España y repudia la idea de que muera en el exilio, pero rechaza abrumadoramente la tesis podemita de que debería habérsele impedido la “huida”. Entre otras razones, porque dos terceras partes están seguros de que “si fuera citado, volvería voluntariamente para comparecer ante el Supremo”.

El denominador común de todas estas contradicciones es remitir a la Justicia, un problema que la Justicia no puede resolver, sin alentar la frustración de la impunidad que, en este caso, sería fruto de la suma de dos figuras, lógicamente impopulares: la inviolabilidad, siempre asociada a lo sagrado, y la prescripción que permite que hechos probados como delictivos no tengan castigo alguno.

El límite del Tribunal Supremo, y de su propia Fiscalía, es la ley y la ley puede ser modificada, pero no suspendida en su aplicación, cuando está en vigor. En un Estado de Derecho, fruto del ejercicio democrático del poder, esa es la norma suprema, el principio indeclinable frente a cualquier otra consideración, por mucho que Iglesias y sus sicofantes pretendan saltárselo a la torera.

Está claro que el día que se reforme la Constitución tocará restringir la inviolabilidad del Jefe del Estado a los actos propios del ejercicio de su función y que el Código Penal debería alargar los plazos de prescripción del fraude tributario a gran escala, habida cuenta de las sofisticadas tramas internacionales a las que se recurre para su comisión. Pero, hoy por hoy, los jueces de la Sala de lo Penal no van a poder ni condenar ni absolver -probablemente, ni siquiera juzgar- a Juan Carlos I porque todo lo inadmisible sucedió cuando estaba blindado por su condición y, además, el flagrante delito fiscal habría prescrito.

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No. Es en otro ámbito distinto al del poder judicial, en el que la más que justificada indignación cívica ante la requeteprobada conducta del Rey Emérito -dense por reproducidas mis consideraciones de hace un mes en Toda la verdad sobre Juan Carlos- tiene que encontrar satisfacción. Porque no todas las conductas reprobables de los altos cargos tienen que ser delictivas, ni la única punición propia de una sociedad desarrollada es el castigo penal. Que se lo pregunten a Plácido Domingo, tras la argumentada negativa del ministro Uribes a revisar el veto a sus actuaciones en los teatros nacionales.

Los españoles teníamos derecho a saber lo que piensa Felipe VI sobre lo que hizo su padre con el dinero que le entregaron los saudíes, en plena crisis económica, y ya lo sabemos. Podrán dársele al asunto todas las vueltas que se quiera, pero la salida de Juan Carlos de España es el fruto del repudio de su hijo. Y esto dice mucho de los valores morales de Felipe VI, amén de convenir a los intereses generales.

Tanto la discusión sobre si hubiera sido más pertinente despojarle de la condición de Rey Emérito y permitirle quedarse en la Zarzuela, como si fuera un pariente pobre, acogido por la lástima, como el debate de si debía haberse quedado en España, en una especie de ostracismo interior, bien en casa de algún amigo, bien en una residencia pública, son la letra pequeña del asunto. El único titular de la noticia es que el actual Rey de España no va a consentir ‘ni a su padre’ comportamientos tan antagónicos con la ejemplaridad intrínseca a la Corona.

Al castigar merecidamente a Juan Carlos, sacrificándolo en el altar de la opinión pública, el gambito del Rey Felipe ha servido, por ende, para zancadillear la ofensiva de Podemos contra la Monarquía constitucional. Bien asesorado en este punto por una parte del Gobierno frente a la otra, el Jefe del Estado ha establecido un flagrante cortafuegos contra la desvergonzada tesis de que, en el caso de la Familia Real, la conducta de uno de sus miembros, compromete al resto, como si viviéramos en la Roma de las proscripciones de Sila o las purgas de Nerón, con las que tanto parece identificarse Iglesias.

No todas las conductas reprobables de los altos cargos tienen que ser delictivas, ni la única punición de una sociedad desarrollada es el castigo penal

Como todo gambito, la decisión de separarse activamente de su padre, lanzándolo como un guiñapo a la hoguera de las vanidades humanas que es la mala reputación, no deja de tener sus riesgos. Pero el justificado sacrificio de ese peón, indigno de formar parte de las fichas blancas, ha obligado a las negras a quitarse la careta y lanzarse sin ambages a por su verdadera presa que, como se está demostrando, no era el Emérito, sino la institución monárquica; no era Juan Carlos, por muy peliculeramente que se tilde de “huida” su salida de España, sino la estabilidad constitucional; no eran, ni siquiera, los Borbones, sino el orden establecido y la paz social.

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Con la excepción de aquellos que defendían de forma expresa el terrorismo, el grupito que controla Podemos está demostrando ser la cuadrilla más destructiva, carente de escrúpulos, incitadora al odio, oportunista, tramposa y desleal hacia el sistema, el partido más nefasto en suma, de la historia de la democracia. La forma en que Iglesias y su corte de revolucionarios con chalé y coche oficial han ido mutando para que, hiciera lo que hiciera, el estigma de su padre manchara a Felipe VI prueba que, aunque su guillotina sea, de momento, virtual, siguen instalados en el “No se reina impunemente” de Saint-Just.

O en el “No se triunfa impunemente”. O en el “No se gana dinero impunemente”. Excepto que los reyes, los triunfadores o los enriquecidos sean ellos, claro.

Al atribuir a Sánchez, en pleno Consejo de Ministros, la “deslealtad” que ellos practican y pedir la comparecencia de Carmen Calvo y el mismísimo Rey Felipe en el Congreso, Pablo, Irene y compañía se han pasado de frenada. Han visto en el escándalo llegado de Suiza una oportunidad de tapar sus propias miserias -léase 'caso Dina', pésimos resultados en Galicia y Euskadi, irrelevancia en el Gobierno-, cambiando el tablero político y desviando la frustración general por la pandemia y la crisis económica hacia el superficial debate Monarquía/República.

Pero el gambito del Rey Felipe, en sintonía con Sánchez -y quiero pensar que con Casado y Arrimadas-, les ha obligado a una loca huida hacia delante, que pone de relieve lo absurdo de su continuidad en el Gobierno. Ellos no se van porque necesitan el centenar de sueldos públicos con los que pagan las hipotecas. Sánchez no les echa porque necesita sus 35 votos.

La situación es estrafalaria e insostenible. Sánchez acaba de mover ficha, al aparcar la subida de impuestos hasta que se recupere el crecimiento. Ciudadanos y el PP deberían corresponderle. Quién sabe si el gambito del Rey Felipe, además de proteger la dignidad nacional y el interés de la Corona, termina siendo el detonante de una nueva mayoría transversal, basada en el pacto o, al menos, la tregua presupuestaria. El servicio a España sería triple.