En 2002 me fui de España y no regresé de forma definitiva hasta otoño de 2015. Este último año ha supuesto, por tanto, un ejercicio de “descubre las diferencias”; una taxonomía a vuelapluma de los cambios que se han producido en la sociedad española con respecto a la de mi adolescencia. Muchos son evidentes: ya no gobierna Aznar, gobierna su ministro del Interior; ya no vemos El Informal, vemos El Intermedio; ya no perdemos el tiempo con el Snake sino con el Candy Crush. Otros, como las muletillas nuevas que han invadido el lenguaje diario, son menos tangibles, pero dicen algo sobre los cambios en nuestra mentalidad popular.
A principios de los 2000, por ejemplo, no sentíamos la necesidad de moderar cualquier frase acerca de nuestros proyectos y nuestras convicciones con la muletilla “un poco”. Saben a lo que me refiero: “este es un poco el plan”, “esta es un poco nuestra forma de verlo”, “esto es un poco lo que hay”. Y es un poco desesperante tanto poqueteo bajo las faldas de las frases. Entiendo que el propósito original de la muletilla era indicar indefinición: “este es, a grandes rasgos, el plan”. Pero veo que cada vez se utiliza más como una forma de transmitir humildad y llaneza: “este es el plan, pero no quiero que parezca que me lo tengo creído, ¿sabes? Soy un tipo corriente abierto al diálogo y al entendimiento”.
Lo peor no es la hipocresía que se pueda esconder bajo esta afectación bienquedista, sino que la muletilla de marras se ha extendido a cualquier frase declarativa, por mucho que su uso la contradiga por completo. Hace unos meses escuché que una estrategia corporativa era “un poco nuestra gran ambición”. Pero, ¿cómo puede ser “nuestra gran ambición” si sólo la sentimos “un poco”? ¿Se imaginan a Napoleón explicando que su gran ambición era un poco conquistar Rusia? ¿O a Kennedy declarando que el gran objetivo de EE.UU. era un poco llegar a la Luna? Incluso he oído a un guía en el Prado explicar que el Bosco fue “un poco el mayor genio de su época”. ¿Es que tememos ofender a los otros cuadros de la sala? ¿Acaso nos da miedo que Leonardo da Vinci nos retire el saludo? Españoles, ¿a qué tan apocados? ¿Qué estragos hizo Pocoyó?
También estoy convencido de que a principios de los 2000 había más formas de indicar la calidad que recurriendo al adjetivo “chulo”. “Chulo” era por aquel entonces algo absolutamente residual, tenía un tufillo a adulto sesentayochero que te confiesa que en ocasiones aún se fuma un porrete. El vocabulario para expresar aprobación estaba más segmentado: si tenías menos de veinte años, las cosas molaban mazo; si tenías más de veinte, te gustaban mucho.
Trece años después, sin embargo, las tiendas con camisetas a 60 euros son chulas, los restaurantes veganos son chulísimos, las exposiciones del vorticismo en el Reina Sofía son chulérrimas. Y, de nuevo, la muletilla se extiende a contextos en los que pierde su pretensión de guaycidad. Un amigo me cuenta que, por órdenes de su jefe, la presentación de PowerPoint en la que expondrán a los inversores los nuevos objetivos de la compañía debe ser, antes que nada, “muy, muy chula”.
¿Son dos tics aislados e inconsecuentes? Yo diría que no. Más bien indican el triunfo de ese código corporativo-motivacional-californiano que se basa en la falsa naturalidad. Son el correlato lingüístico de la mesa de ping-pong en las oficinas de Google, la expresión de una mentalidad que busca fundir las prosaicas transacciones con que nos ganamos el pan y las aficiones que enriquecen nuestra vida interior en un único proyecto lúdico-urbano-hípster-aspiracional. Esta tesis no será muy chula, pero es un poco lo que pienso.