Traigo malas noticias: la empatía está de moda. Andan las ciudades más sensibles de Occidente llenas de empáticos de fin de semana como los que el pasado sábado se pasearon por las calles de Barcelona en una de esas ostentaciones de solidaridad que no comprometen a nada porque no exigen nada más que una lágrima de exhibicionismo moral y un par de selfies. Estoy hablando por supuesto de la empatía emocional, esa hermana tonta de la empatía cognitiva, que es la habilidad de percibir y analizar racionalmente los pensamientos, las motivaciones y las creencias del prójimo, y no sólo la de llorar por sus penas más fotogénicas.
Del cáncer de la empatía emocional habla el psicólogo Paul Bloom en su último libro, Against Empathy: The Case for Rational Compassion (Contra la empatía: En defensa de la compasión racional). Dice Bloom que la empatía emocional no tiene nada que ver con “la moral, la compasión, la amabilidad, el cariño, el ser un buen vecino, el hacer lo correcto o el trabajar por hacer del mundo un lugar mejor”. Dice también que la empatía emocional es una de las peores guías posibles para las políticas públicas.
En primer lugar, por discriminatoria. La empatía emocional se mueve por modas y arrebatos estéticos y si alguien lo duda que se lo pregunte (por no cambiar de ejemplo) a esos barceloneses que clamaban por unos refugiados a los que sólo han visto por TV mientras tuercen el gesto con los rumanos o los marroquíes o los argelinos con los que llevan décadas conviviendo.
En segundo lugar, por su desprecio de las realidades estadísticas. Esas que dicen (y estos son datos de la UNICEF) que el matrimonio con menores entre los refugiados sirios aumentó desde el 12% en 2011 hasta el 18% en 2012. En la actualidad, esa cifra ronda el 35%. Como dice Bloom, el empático emocional no sólo se identifica con el dolor ajeno sino también con sus barbaries y sus odios, que llega a hacer suyos.
Es un proceso, por supuesto, de ida y vuelta. El solidario de postal gira la vista ante el matrimonio forzoso con menores y el hiyab del refugiado y, a cambio, recibe de este apoyo para sus propios odios y racismos. El pasado sábado miles de barceloneses pedían la eliminación de las fronteras que les separan de unos extraños para los que nunca tuvieron una sola palabra de apoyo mientras estos vivían sometidos al capricho de la dinastía de los Assad al mismo tiempo que ondeaban banderas que exigen la creación de nuevas fronteras que les separen de sus conciudadanos reales. Ningún refugiado será mejor acogido en Barcelona que aquel que se sume a ese proceso de división.
Que Dios le conserve la inocencia a los que crean que esa repentina ola solidaria (que en última instancia no obliga a nada porque la responsabilidad en esta materia le corresponde principalmente al Gobierno central) es inocente. De momento, la manifestación no ha servido para traer a un solo sirio a España pero sí para elevar un peldaño más la tradicional superioridad moral de aquellos que disparan sus salvas de bondad con pólvora del rey. La Cataluña independiente ya no será sólo un paraíso económico, social, deportivo y cultural, sino que también lo será solidario. Mensaje recibido y digerido acríticamente, gracias.
Malos tiempos, en definitiva, para aquellos que creemos que la bondad no tiene nada que ver con el sentimentalismo pasajero y arrebatado sino con la compasión que surge del análisis distanciado, el autocontrol y un sentido profundo de la justicia. De la perspectiva y la inteligencia resolutiva, en definitiva, y no de esa cursilería sabática que cree que un lloriqueo masivo en prime time a cargo de los vecinos del barrio de Pedralbes hará más por los refugiados sirios que un dron pilotado por un paleto de Milwaukee entrenado muy poco empáticamente para volarle los sesos a los terroristas del ISIS.