En octubre de 2016, el catedrático y columnista americano Noah Feldman publicó un artículo titulado El 9 de noviembre debemos olvidar que lo de Donald Trump sucedió (On Nov. 9, Let’s Forget Donald Trump Happened). El 9 de noviembre hacía referencia al día después de las elecciones presidenciales de EE UU, cuando ya se sabría si el ganador había sido Donald Trump o Hillary Clinton.
Feldman daba por sentado, como hacían la inmensa mayoría de comentaristas, que Trump iba a perder, y que el verdadero debate al que se enfrentaba la sociedad estadounidense era el de cómo curar las heridas causadas por su desafío al sistema. El resto de la historia ya la conocen: llegó el 9 de noviembre y resultó que lo que teníamos que olvidar no era el desafío de Trump, sino el análisis de Feldman.
Viene esto a cuento porque en las últimas semanas se ha ido conformando un peculiar subgénero del análisis de la actualidad española: la planificación del 2-O. Es una pregunta constante en las tertulias y en las entrevistas, y es un campo fértil para artículos y tribunas (algunos de ellos, por cierto, excelentes): ¿qué haremos el día después del referéndum unilateral? ¿Cómo curaremos las heridas institucionales, cómo sanaremos las divisiones dentro de la sociedad catalana y de la del resto de España?
El problema es que, como le sucedió a Feldman, el punto de partida para pensar ese 'día después' es una hipótesis que no tiene por qué cumplirse. En nuestro caso, debatimos el escenario del 2-O desde la perspectiva de un presunto fracaso del referéndum del día anterior, y la igualmente presunta evidencia de que una secesión unilateral es inviable. Pero parecemos olvidar que las opciones que tendremos abiertas ese día después dependerán directamente de lo que haya sucedido el día anterior. Dicho de otra forma: lo determinante del día 2 será lo que suceda el 1 y no al revés.
Esto importa porque es muy temerario dar por hecho que el nuevo intento de referéndum va a suponer un fracaso para los independentistas. La movilización popular que comenzará el lunes (fecha de la Diada) puede ser verdaderamente enorme. La presión a la que se someterá a los indecisos, a los transeúntes de las zonas grises del procés, será gigantesca. Y, por desgracia, el argumento de “solo queremos votar” mantiene intacta su apabullante eficacia.
La tensión de las próximas semanas, en fin, se augura altísima. ¿Y quién dice que esto no pueda reportar grandes réditos al independentismo? Con una buena movilización, las fotos de la jornada del referéndum pueden demostrar para siempre que el Estado nacional ha dejado de tener poder alguno en Cataluña; o también pueden alimentar varios años más de victimismo, con una eficacia icónica que persuada a muchos indecisos. La ganancia para la causa 'indepe', en términos propagandísticos, puede ser magnífica; el daño al constitucionalismo, irreversible.
También resulta preocupante que, al fijarnos tanto en el momento en que el referéndum ya ha fracasado, casi estamos asumiendo que este fracaso se producirá porque sí, por alguna extraña conjunción de fuerzas astrales y alteraciones climatológicas. Sorprendentemente, la mayoría de españoles parecemos haber asumido la tesis de Rajoy de que la lucha contra el independentismo es el terreno de estructuras funcionariales, de papeles, de burofaxes. Que todo se resolverá a través de automatismos.
Pero el órdago independentista no se frenará –nunca se iba a frenar- con robots. Ni con ordenadores. Ni con intervenciones divinas. No vendrá un vendaval que se lleve las esteladas de los balcones; ni caerá aquella lluvia de cuatro años, once meses y dos días que en Cien años de soledad fue borrando los recuerdos de todos los habitantes de Macondo. Si el órdago independentista se acaba frenando y revirtiendo será debido a las decisiones individuales que muchísimas personas deberán tomar a lo largo de las próximas semanas. Decisiones que en muchos casos les resultarán difíciles, y que precisamente por ello no podemos predecir.
Quizá esto explica, también, el interés por pensar el 2-O. Hay un cierto escapismo en esa fijación con el día después, una resistencia a pensar y a asumir qué hay que hacer para que el 1 de octubre suponga un fracaso del independentismo. Quizá porque sabemos –siempre hemos sabido- que, llegados a este punto, todas las opciones son desagradables. Todas tienen contraindicaciones. Pero el asunto es que ya no queda otra que pensar seria y resignadamente en ellas. En vez de imaginar cómo será un mundo en el que el independentismo ha perdido el 1-O, pensemos en cómo hacer que lo pierda.