Izquierda, democracia, progresismo, emancipación, lo social y el socialismo, etc. son una constelación de ideas políticas que, generalmente presentadas como opuestas a las ideas de derecha (asociada a la dictadura, capitalismo, reacción, privatización, individualismo, etc.), alimentan ciertas corrientes ideológicas, identificadas en general como de izquierdas, en torno a las cuales se forman grupos de un radio de acción muy amplio tanto a nivel nacional como internacional.

El activismo ligado a estos grupos de izquierda es, sin duda, mucho más extenso, amplio y beligerante que el activismo de los que se identifican, o puedan identificarse, con la llamada derecha.

Ahora bien, bajo dicha adscripción, la de izquierdismo, se encubren ideologías de muy diversa índole, muchas veces incompatibles entre sí (por ejemplo, el anarquismo y el comunismo), pero que en la noche oscura del izquierdismo (lo que Gustavo Bueno ha llamado “izquierda fundamentalista”) todas ellas se vuelven pardas al buscar su oposición -oposición maniquea- frente al derechismo o al extremoderechismo.

Izquierda y Derecha se han transformado así en la actualidad, una actualidad marcada fundamentalmente por la caída del muro de Berlín, en mitos oscurantistas y confusionarios, que ni siquiera gira su definición en torno exclusivamente a ideas políticas, sino que se conciben como visiones del mundo, como modos metafísicos de situarse ante la realidad, y que son vistas, desde el interior de cada una de tales mitologías, como absolutamente irreconciliables entre sí.

Pues bien, tras las elecciones del 10 de noviembre, PSOE y Unidas Podemos enseguida, en menos de veinticuatro horas, llegaron a un acuerdo de investidura para formar gobierno (repartiéndose carteras de vicepresidencia y ministeriales) en función de su sintonía ideológica en la izquierda y así, con la coartada del auge de los que llaman “extrema derecha”, formar un gobierno “de progreso”.

Atrás quedan las declaraciones hechas en campaña y precampaña, apenas unos días antes, según las cuales el candidato socialista, Pedro Sánchez, decía no poder conciliar el sueño con un ministro podemita en un Consejo de ministros que él presidiera, o las declaraciones de Pablo Iglesias diciendo que el PSOE utilizaba el tema catalán para firmar sotovoce un acuerdo de gobierno con el PP.

Es más, lo que PSOE y UP no consiguieron en, al parecer, meses de negociaciones, lo consiguen ahora en unas pocas horas, y lo hacen en función, dicen ambos, de la “gobernabilidad del país”, siendo las únicas dos fuerzas -ha dicho Sánchez- que buscan una salida dialogada y dentro de la Constitución a la “crisis territorial” de Cataluña (en referencia a la cuestión del desafío catalanista).

Lo terrible es que, para un sector muy amplio de la población española, votantes de ambas formaciones, no le hace falta más explicación, para justificar este volantazo de ambos partidos, que la derivada de la necesidad de la unidad de la izquierda frente al auge de Vox. Ya no importa, ni para el presidente en funciones ni para sus votantes, que Pablo Iglesias, vicepresidente in pectore del Gobierno de España, hable de “presos políticos” en referencia a los presos responsables -con resolución judicial- de la sedición prosesista, ni tampoco importa que el líder de la formación morada, vecino de Galapagar, continúe defendiendo el “derecho de autodeterminación” de Cataluña. Asuntos estos que provocaron el veto previo de Sánchez a cualquier negociación con Iglesias, y que nos abocó, al final, según el propio presidente del Gobierno reconoció, a una nueva convocatoria electoral.

Parece ser que tampoco importa que el próximo gobierno pueda depender del separatismo, tras la apertura de una ronda de negociaciones de Sánchez con ERC (algunos de cuyos miembros permanecen en prisión condenados por sedición separatista).

Sánchez parece estar dispuesto a formar un gobierno de concentración antinacional (con el separatismo y el populismo metido en su seno) con tal de buscar el enfrentamiento, más aparente que real, con la derecha y la extrema derecha. Y decimos aparente porque, para buscar apoyos a ese gobierno, Sánchez no le hace ascos a tratar ni con la extrema derecha del PNV (cuyo aranismo sigue ahí, tratando de dar forma a lo que el socialista Prieto llamó “Gibraltar vaticanista”), ni con la herencia de la derecha pujolista de JpCat (con su supremacismo racialista procedente de Prat de la Riba, Pompeyo Gener y Bartolomé Robert) y que, junto con Esquerra, son también responsables del golpe prosesista del 1-O.

Bajo la cortina de humo del progreso, Sánchez prefiere, en definitiva, una España rota antes que azul (o, más bien, verde Vox), en abierto contraste con aquello del derechista Calvo Sotelo cuando decía preferir una España “roja antes que rota”. El izquierdista Sánchez es más beligerante en su ideología, más contumaz, esto es, más sectario que el derechista Calvo Sotelo. Sánchez prefiere una España rota antes que Vox.