Tiene el presidente del Gobierno una ventaja sobre el resto, y en especial sobre sus contrincantes y sus críticos: ha estado desahuciado y muerto, políticamente hablando, y desde ahí se las ha arreglado para resucitar, vencer y, en fecha muy reciente, aniquilar a quien pretendió rubricarle el acta de defunción.

A un hombre que ha estado muerto no le apetece volver a estarlo, pero también le asiste la certeza de que puede haber una vida después de morder el polvo, por lo que aprende a relativizar los riesgos y a asumirlos con el arrojo (tal vez alguno lo llamará temeridad) que no muestran aquellos que nunca se vieron en el patíbulo y tratan de preservarse a toda costa de la debacle.

Quizá sea esta una buena premisa para entender la firmeza con que el Gobierno se dispone a afrontar lo que ya presenta como un hecho consumado: el indulto de los líderes catalanes independentistas, que mientras se va acercando la fecha de su exoneración siguen sin exhibir la menor actitud conciliadora.

Antes bien arrecian en su displicencia hacia esa cosa casposa y mugrienta que nunca nombran como España, sino echando mano de los más deslucidos y burocráticos eufemismos, para dejar clara su condición inferior frente a la patria a la que sí dan nombre con una vibración conmovida y arrebatada en la voz.

Sólo falta que antes de que el jefe del Estado suscriba la disposición por la que se les concede la medida de gracia nos anuncien su intención de escupir sobre su notificación oficial, o de destinarla, tan pronto como la reciban, a otro fin todavía más ultrajante. Bien podría suceder, quién osaría hoy descartarlo.

Y a pesar de todo, los indultos se van a conceder y a ellos parece fiar el Gobierno no sólo su suerte durante el resto de la legislatura, sino también de cara a las elecciones que antes o después le pondrán fin y en las que tendrá que defender, pero también demostrar, la bondad y la eficacia de la medida, hoy por hoy controvertida y rechazada por una porción nada desdeñable del electorado.

Es una de esas decisiones en las que se apuesta todo, confiando en una ganancia excepcional, pero que si ese cálculo yerra puede conducir al mayor de los quebrantos.

Lo que hicieron los políticos presos no fue un delito de lesa humanidad, pero tampoco fue una loable iniciativa cívica ni una travesura, como pretende hacerse ver para quitarle hierro al acto de indultarlos, en claro agravio comparativo hacia todos los que condenados a penas iguales o menores habrán de apurarlas hasta donde el Código Penal dispone y sin ninguna indulgencia.

Lo que sucedió en el otoño de 2017 fue un órdago encaminado a poner a prueba la consistencia del Estado de derecho español y de las leyes que amparan nuestros derechos y libertades: los de todos, y no sólo de los afines a un partido o Gobierno dado.

La prueba les salió mal: la consistencia resultó ser mayor de la que esperaban, pese a los muchos errores que en esos días cometieron quienes administraban el Estado, entre ellos el nada menor de regalarles a quienes lo desafiaban esas imágenes del cuerpo a cuerpo entre la grey secesionista (menos pacífica de lo que afirmaba ser, pero desarmada, a excepción de algún mosso afecto) y los agentes de las fuerzas de seguridad.

En todo caso, el ejercicio de la coacción legítima fue moderado, no hubo que lamentar desgracias irreparables y las leyes se hicieron valer.

El indulto se justifica por razones de utilidad pública, porque se dice que no exigir toda la responsabilidad derivada de esos delitos, en absoluto veniales, traerá un clima favorable a la reconciliación y a la búsqueda de un consenso para resolver las diferencias políticas que hace cuatro años se trató de zanjar rompiendo la baraja. Ojalá sea así. Cuesta confiar en ello.