La votación de la Cámara de Representantes de Estados Unidos gracias a la que se han concedido 61.000 millones de ayuda a Ucrania es una decisión histórica.

Conozco bien el terreno ucraniano.

He rodado tres documentales allí mismo.

He pasado meses y meses, en estos últimos dos años, en posiciones donde los obuses se cuentan con los dedos de una mano y donde la defensa antiaérea queda al cargo de simples vehículos que rastrean drones asesinos y cuyo método es dejar que se acerquen lo máximo posible para derribarlos en el último segundo.

Así que sé muy bien lo que significa para cada una de estas unidades de combate la llegada de un sistema de misiles Patriot, un lanzacohetes Himars, un cargamento de obuses o de munición teledirigida, e incluso un vehículo blindado de combate, aunque sea un modelo obsoleto.

Un artillero ucraniano y un obús M777, en el campo de batalla de Donetsk.

Un artillero ucraniano y un obús M777, en el campo de batalla de Donetsk. Serhii Nuzhnenko Reuters

En los frentes de Jersón, Járkov, Zaporijia y Chassiv Yar estaban ya en tiempo de descuento.

Los soldados del Año X de la revolución ucraniana estaban hartos de esta guerra asimétrica contra un Ejército ruso alimentado por un flujo constante de drones iraníes y proyectiles norcoreanos.

Pero entonces se ha obrado el milagro.

Tras cinco meses de dar largas, el siempre reacio e involuntario imperio que constituye Estados Unidos finalmente ha recapacitado y ha despertado.

Y la Cámara habrá evitado que, por falta de recursos, el frente caiga y que el Ejército ucraniano, ahora el mejor de Europa, acabe aplastado por una soldadesca desmotivada, desmoralizada, pero con armas de sobra.

El presidente de la Cámara, Mike Johnson, ha salvado vidas.

Ha evitado una derrota estratégica que, más allá de Ucrania, habría supuesto la derrota del mundo libre.

Gracias.

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También es histórico que este paquete de ayuda se votara al mismo tiempo que otros tres: uno para Israel, otro para Taiwán y el tercero, esencialmente, para la crisis humanitaria provocada por esa otra guerra olvidada que asola Sudán.

Algunos quisieron que los asuntos fuesen por separado.

Intentaron, según sus afinidades partidistas, votar a favor de las ayudas a Israel, pero no de las que iban para Ucrania, o dar el sí a las de Ucrania, pero olvidarse de Taiwán, Israel y Sudán.

Era esencial que se opusieran.

Era vital que se nos recordara, a través del simbolismo de esta ayuda polifacética, que Estados Unidos, al igual que Europa, está inmerso en un nuevo tipo de guerra global que se libra en varios frentes a la vez.

¿Cuál es el enemigo principal?

¿Deberíamos forjar una alianza con Putin, como les gustaría a los trumpistas en Estados Unidos o a la Agrupación Nacional en Francia, para contrarrestar la amenaza islamista?

Esto es lo que los representantes estadounidenses se han negado a hacer.

Han escuchado el mensaje de quienes, como la embajadora ucraniana Markarova, cuando fuimos a presentarles mi película el 10 de enero, insistimos en que Putin es amigo de Irán, que une fuerzas con Hamás y que quiere una Eurasia en la que uno de los ejes sería la gran alianza de la ortodoxia y el islamismo contra la "judeomasonería" y la "herejía latina".

Dicho de otro modo, han comprendido que hemos entrado en un mundo en el que, a diferencia de en los años 30 del siglo pasado, el concepto mismo de enemigos primarios o secundarios se ha vuelto irrelevante.

Y por eso, también, tenemos que darles las gracias.

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Pero sigue habiendo un problema.

En el momento de escribir estas líneas, nadie parece saber exactamente qué contiene el paquete de ayuda.

Pero, según mis amigos ucranianos, todavía no se ha hablado nada de entregar aviones F16, que, por sí solos, en un país casi treinta veces más grande que Israel, serán capaces de blindar los cielos y disuadir a los bombarderos rusos.

Todavía no hay planes para entregar las armas de largo alcance que permitirán atacar las bases y centros de abastecimiento del ejército enemigo, es decir, en la propia Rusia.

Y los representantes, al igual que los senadores que deben votar la versión definitiva de la ley esta semana, siguen pareciendo igual de ansiosos por evitar que sus aliados ucranianos inflijan una derrota demasiado amarga al enemigo.

Es la misma historia de siempre.

Occidente quiere evitar que Ucrania pierda, pero no quiere ayudar a que gane.

Está calculando cuál será la combinación correcta de armas que le permitirá mantener la línea sin humillar a Rusia.

Y estamos tratando a Putin como Putin tiene a Bashar al-Ássad: mermado y debilitado, sí, pero ahí sigue, a la cabeza de un país cuya estabilidad y unidad solo él garantiza, según ha conseguido convencernos.

Es un error de cálculo.

Es olvidar que la única forma de frenar la espiral del caos es sancionar al hombre por culpa del que empezó todo.

Ahora, más que nunca, no tenemos elección.

Putin no debe retroceder, sino capitular.

Y Ucrania, en primera línea, junto con Israel, en la guerra mundial que la Internacional Antiliberal ha declarado a las democracias, debe derrotar a Rusia.