La ministra Sira Rego anda estos días poniendo sobre la mesa, como dicen ahora, el debate sobre el voto a los 16 años. Y es un debate que se presume muy conveniente para la izquierda, porque hace días que vemos a politólogos y periodistas analizando muy serios, y siempre en nombre de la ciencia y la objetividad, la propuesta de Rego y comparándola con "los países de nuestro entorno".

Se empieza a hablar ya de normalizar el voto a los 16, porque aquí las cosas o se normalizan o se armonizan. Y no cabiendo aquí armonización ninguna, porque países de nuestro entorno, democracias consolidadas, que permiten el voto a los 16 todavía hay pocas, se aspira por lo tanto a la normalización. Es decir, a que nos vayamos acostumbrando a pensar en esta posibilidad como en la única opción verdaderamente democrática.

Pero lo fundamental de este derecho es la relación de coherencia que tenga con los otros derechos y con la edad a la que puedan ejercerse libremente. Y es por eso absurdo recordar que la edad de voto es una mera convención. Porque también lo son la edad de fumar, la de jubilación o la del consentimiento sexual. Y todas ellas son absolutamente necesarias, porque se diría que estas cosas no admiten desregularización ni entre los libertarios argentinos.

La ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, a su llegada al acto de presentación del ‘Manifiesto por el Bienestar’ del think-tank Ideas en Guerra, en el Espacio Ecooo, el pasado miércoles en Madrid.

La ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, a su llegada al acto de presentación del ‘Manifiesto por el Bienestar’ del think-tank Ideas en Guerra, en el Espacio Ecooo, el pasado miércoles en Madrid. Ricardo Rubio Europa Press

Y de ahí que lo fundamental sea la armonía. Que todas estas convenciones responden a un criterio más o menos único y más o menos compartido sobre a partir de qué edad exigimos y esperamos alguna cosa de nuestros conciudadanos. Y de nosotros mismos.

La cuestión no es si a los 16 es lo suficientemente maduro para votar. No es que el derecho se reconozca en función de la madurez o la responsabilidad. Es que se reconoce el derecho para poder exigir a partir de entonces responsabilidad y madurez. Uno tiene que tener el derecho de hacer cosas antes de tener la capacidad de hacerlas muy bien. La responsabilidad no es la causa ni es el precio de la libertad, sino el premio.

¿Quién es lo suficientemente maduro para votar? ¿Quién lo es para drogarse con moderación? ¿Y quién para ser padre?

Nadie es nunca lo suficientemente maduro para nada importante. De ahí que la cuestión sea la justa correspondencia entre derechos como el derecho a voto, a beber y fumar, a abortar, a cambiar de sexo, a tener un perro, etcétera.

Hay por ejemplo una relación lógica entre poder votar y poder emanciparse y poder formar una familia. Una relación que aceptan los húngaros, que reconocen el derecho a voto a los menores casados, y que en España, donde el derecho a cambiar de sexo o abortar es anterior al derecho al voto y que pronto podría ser anterior al derecho al cigarrillo, nos parece de chiste.

Pero es una relación que responde a un principio comprensivo y coherente según el cual uno debería tener derecho a decidir sobre la vida de los demás antes de poder hacerlo sobre la propia. Uno no puede decidir quién gobierna a los demás, que es lo que se decide siempre con el voto, antes de ser capaz de gobernarse a sí mismo. Por eso, por mucho que la madurez y la edad sean una convención, sea cuál sea la edad de voto no puede ser nunca inferior a la edad para beber, para conducir y para un largo y problemático etcétera.

Lo que vemos aquí, cuando se separan estas cuestiones que sólo se entienden juntas, es una tendencia de izquierda. Pero no sólo de la izquierda, sino sistémica, a tratar a los jóvenes como adultos, a los que no cabe corregir, censurar y ni siquiera cuestionar en sus decisiones personales más significativas, mientras se trata cada vez más a los adultos como menores necesitados de guía, reeducación, protección y cuidados.

Esto no es una mera incoherencia, sino el fundamento de un nuevo equilibrio, de un nuevo orden. Un orden en el que la edad de voto puede rebajarse mientras la edad de encontrar un trabajo estable, emanciparse, formar una familia o comprarse un piso no para de dilatarse hasta, cada vez más a menudo, no llegar nunca.

La edad de voto y la vida adulta no dejan de alejarse y eso solo puede tener una consecuencia lógica: que el voto sea cada vez infantil, independientemente de leyes y convenciones. Y menos digno, por lo tanto, de ser tratado como algo serio y respetable. Hay que asumir que todo voto es inmaduro e irracional, culpa de TikTok, Putin y demás complots internacionales, y tratarlo como tal.

Esa parece ser la lógica de los tiempos. Y esta escisión es, evidentemente, una amenaza mucho más grave para la democracia liberal que cualquier político de la extrema derecha (y me atrevería a decir incluso que de la extrema izquierda). Esto explica el creciente desprecio por las libertades entre los jóvenes y no tan jóvenes que por todo Occidente van anunciando las encuestas.

Y el surgimiento de una retórica sentimentaloide y tan a menudo libérrima con los jóvenes y paternalista con los adultos, pero siempre con un creciente desprecio a cualquier idea, signo o posibilidad de la responsabilidad individual. Fundamento de un nuevo orden, por lo tanto, cada vez menos libre.