Comer barro para no quedarte embarazada
Ingerir arcilla fue un tratamiento anticonceptivo y estético común en la España del Siglo de Oro, una perniciosa moda con sorprendentes ecos en la actualidad. Famosas como Shailene Woodley ya se han sumado.
1 mayo, 2016 02:03Noticias relacionadas
Un pequeño jarro de barro ofrecido en bandeja de plata. Ése es el simple elemento que acapara todo el protagonismo en Las Meninas de Velázquez, captando la atención del espectador del cuadro. Todo queda en suspenso mientras las miradas de los personajes convergen en el observador externo, que ocupa el lugar del rey Felipe IV y de su esposa Mariana de Austria reflejados en el espejo del fondo. La infanta Margarita, figura central de la pintura, parece vigilar de soslayo la reacción de sus padres antes de coger el recipiente de loza con la mano.
Pintada en 1656, la obra maestra de Diego Velázquez -“teología de la pintura” según Luca Giordano- ha sido objeto de un sinfín de interpretaciones estéticas, políticas e incluso astrológicas. Pero pocas han incidido en el protagonismo del búcaro de barro, una pieza clave en la composición del cuadro que podría desentrañar el misterio de Las Meninas a la luz de una de las costumbres españolas más peculiares del siglo XVII: la bucarofagia.
Así bautizada por la historiadora del arte Natacha Seseña (1931-2011), la bucarofagia es el hábito de consumir barro cocido, ya sea a pequeños bocados o triturado en polvo. Una costumbre muy popular durante el Siglo de Oro y vigente hasta mediados del XIX que desde nuestra perspectiva actual más parece una manía o locura dietética. Sin embargo, esta peligrosa práctica tiene reflejos en alguna de las excéntricas dietas que preconizan las famosas de hoy en día.
Los barros y su aplicación práctica
La ingestión de tierra o arcilla en su estado natural, también conocida como geofagia, es un hábito presente en sociedades primitivas y poblaciones con déficit alimentario de calcio y otros minerales. Algunas de estas tierras fueron altamente apreciadas por sus usos medicinales, tal y como hacían los persas con el bol arménico o la arcilla de Jurasán como tratamiento astringente y antidiarreico. Este uso pasó de Bagdad a Al-Ándalus en en el siglo X, donde fue habitual el consumo de arcilla de Magán (Toledo). Aunque los médicos andalusíes prohibían el consumo del barro cocido en alfarería, Seseña aventura en su libro El vicio del barro (2009) que fue en esa época cuando arrancó en la Península Ibérica la costumbre de ingerir arcilla cerámica triturada y se empezaron a constatar sus efectos sobre el cuerpo. Entre ellos, pérdida de peso, debilidad, palidez y anemia ferropénica. Pueden parecer unas consecuencias indeseables, pero las tres primeras concuerdan con el ideal de belleza femenina del Barroco, y la última conllevaba un resultado ulterior muy deseado en aquellos tiempos: la deficiencia de hierro se traducía en amenorrea o pérdida de la menstruación y servía como tosco anticonceptivo.
Entonces este fenómeno se llamaba “opilación” y consistía en una obstrucción de los humores del cuerpo y en consecuencia, una importante disminución o la total desaparición del flujo menstrual. Ese desajuste dificultaba la concepción, regulaba los períodos excesivamente abundantes e incluso se empleaba como artimaña para simular embarazos que obligaban a cumplir promesas de matrimonio.
La deseada opilación causada por la ingesta de arcilla cocida fue transmitida mediante la tradición oral y por las sirvientas moriscas de la alta sociedad. En el siglo XVII era ya una costumbre popular practicada por todas las clases sociales, como se deduce de su frecuente aparición en la literatura de la época. Ya como remedio casero en los burdeles o como tratamiento terapéutico en los palacios era especialmente apreciada la cerámica de Estremoz (Portugal) o de Indias, aunque también se elaboraba en Talavera de la Reina, Salvatierra de los Barros (Badajoz) o Garrovillas (Cáceres).
Los búcaros -del portugués púcaro y éste a su vez del latín pocŭlum ‘vaso’- eran piezas de alfarería de paredes muy finas y brillante color rojo. Hechos de barro oloroso y fragante, servían para enfriar el agua mediante condensación, igual que los botijos. Aportaban sabor y perfume al agua, efecto que se realzaba mediante la adición de resinas y especias al barro original o con tratamientos posteriores a base de baños de ámbar gris.
Así pues, los búcaros tenían diversos fines prácticos, desde refrescar y aromatizar las estancias hasta enfriar la bebida o servir como golosina y medicina. Eran objetos de valor y como tales aparecen en numerosos bodegones y cuadros de la época, destacando su aparente sencillez entre la magnificencia de objetos mucho más refinados.
Todavía en 1840 se usaban y comían los búcaros, tal y como cuenta Théophile Gautier en su Viaje por España: Se colocan siete u ocho sobre el mármol de los veladores y se les llena de agua, en tanto que, sentado en un sofá, se espera a que produzcan su efecto y con ello el placer que recogidamente se saborea. Los búcaros se rezuman al cabo de un tiempo, cuando el agua, traspasando la arcilla oscurecida esparce un perfume que se parece al del yeso mojado, o al de una cueva húmeda, cerrada desde hace mucho tiempo. La transpiración de los búcaros es tal, que después de una hora se evapora la mitad del agua, quedando la que conserva el cacharro tan fría como el hielo, con un sabor desagradable a cisterna. Sin embargo, gusta mucho a los aficionados. No satisfechas con beber el agua y aspirar el perfume, muchas personas se llevan a la boca trocitos de búcaro, los convierten en polvo y acaban por tragárselos.”
Los peligros de comer búcaro
Según los componentes que tuviera el barro del búcaro, éstos podían causar un efecto adictivo y ligeramente psicotrópico, además de posibles envenenamientos. Juan Revenga, reconocido dietista-nutricionista y profesor de la Universidad San Jorge, advierte de los peligros que conllevaba la bucarofagia, propios de una época en la que la medicina no era tanto una ciencia sino una secuencia de pruebas y errores. Los metales pesados como el plomo, el arsénico y el mercurio podían llegar a causar graves problemas de salud a las amantes de comer barros.
Así veía también la bucarofagia Sebastián de Covarrubias en 1611, cuando decía que los comen las damas por amortiguar la color o por golosina viciosa, y es ocasión de que el barro, y la tierra de la sepultura las coma y consuma en lo más florido de su edad. Los hombres la consideraban una moda perniciosa y frívola, como aparece en El día de fiesta de Juan de Zabaleta (1659) con una muchacha opilada tan sin color como si no viviera. Nadie juzgara que salía del coche para la visita sino para la sepultura. Para acabar con el vicio, los doctores recomendaban mezclar el agua del jarro con tierra de difuntos, administrada seis días seguidos, o llenar el búcaro de orina para después dejarlo secar y darlo a comer a la paciente, causándole repugnancia y fobia. La anemia y la opilación producidas por la bucarofagia se curaban bebiendo agua rica en hierro, como la de la Fuente del Acero de la madrileña Casa de Campo.
Sin embargo, también había médicos que recetaban el consumo de barro cocido, como posiblemente pasó en el caso de la joven infanta Margarita. Según estudios modernos, la protagonista de Las Meninas pudo ser víctima del síndrome de McCune-Albright o pubertad precoz, con frecuentes y muy abundantes menstruaciones desde su infancia que podrían haber sido tratadas con el consumo de barro, de ahí la central presencia del búcaro en el cuadro.
En el caso de María Luisa de Orleans (1662-1689), primera esposa de Carlos II el Hechizado, la bucarofagia y su consecuente amenorrea fueron prescritas por los doctores de la corte. Pensaban que la menor frecuencia de las menstruaciones de la reina provocaría una mayor fuerza en la acción seminal de su marido, pero solamente consiguieron ocasionarle molestias y obstrucciones intestinales que acabaron causando su muerte a muy temprana edad.
La bucarofagia en el arte
La bucarofagia es parte elemental no sólo de Las Meninas, sino de otras obras de arte en las que se observa un tratamiento natural de esta costumbre. Sobre todo en la literatura, aparece constantemente en referencia a los hábitos y costumbres femeninas en obras de Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca. El acero de Madrid, de Lope, cuenta la historia de Belisa, una joven que se finge enferma por comer barros para conseguir excusa y acudir a la Fuente del Acero a encontrarse con su amante. Belisa, de haber comido / de este barro portugués / sospecho que está opilada es uno de los versos de esta comedia, en la que también se puede encontrar una canción que dice niña de color quebrado / o tienes amor o comes barro. En La Dorotea (1632), el mismo autor presenta como regalo de un rico indiano a la protagonista un búcaro adornado, que bien se puede comer, que tiene ámbar.
José Tafalla Negrete (1636-1696), poeta y jurista español, dedicaba una copla a una dama que comía barro en estos términos quien culpa en ti Filis mía / la golosina del barro / no está contigo galante / pues te cuenta los bocados.
Sor Estefanía de la Encarnaión, escritora y monja del Convento de Lerma, dejó prueba de la adicción y sensaciones placenteros que causaba comer búcaros contando que cuando tenía doce años, en 1609, poco más o menos, envidioso el diablo [...] me inclinó a comer búcaro [...] dio en parecerme bien y en desear probarlo. Hícelo y súpome de modo y llevóme tanto aquel olor de tierra, que con el ansia que un vicio debe de engendrar de aquello a que se inclina, di en comerlo. En efecto, monasterios y conventos fueron lugares en los que también se practicaba la bucarofagia, llegando a ser un vicio reprendido por confesores.
Quevedo por su parte dedica una poesía a Amarilis, que tenía unos pedazos de búcaro en la boca, y en su Casa de los locos de amor dice que algunas mujeres “daban en comer barro para adelgazar, y adelgazaban tanto que se quebraban. Andaban estas más amarillas que las otras”. La palidez tan deseada a veces se transformaba en una tez macilenta y enfermiza, causada por una crisis biliar.
¿Se sigue comiendo barro?
Aunque la bucarofagia como tal desapareció de las costumbres populares a finales del siglo XIX, la arcilla sigue siendo un tratamiento estético externo e incluso, a pesar de los peligros inherentes, interno. En 2014 la actriz estadounidense Shailene Woodley comentaba en un programa de televisión que tomaba una cucharada de arcilla bentonita al día. Según ella, el barro alimenticio sirve para detoxificar el cuerpo gracias a un argumento tan peregrino como que la arcilla tiene una carga negativa que atrae y arrastra las toxinas positivas, expulsándolas a través de unas heces con olor metálico.
Aunque la labor de limpiar el organismo la que cumple sobradamente y de manera natural el hígado, la moda de comer arcilla sigue siendo un mantra de diversas famosas como Zoe Kravitz. Siguiendo la estela de Woodley, la actriz afroamericana ha declarado haber perdido peso de una manera drástica siguiendo una dieta consistente en beber litros de arcilla volcánica disuelta en agua. Sin duda consiguió adelgazar del mismo modo que lo hacían nuestras antepasadas en 1600, poniendo en grave riesgo su salud y creando una peligrosa tendencia susceptible de ser imitada por legiones de admiradoras.
Igual que las aldeanas del Siglo de Oro comían carbón, cenizas o yeso intentando emular a las cortesanas de su época, hoy en día también existen seguidoras capaces de someterse a dietas dañinas sin ninguna base científica para seguir el ejemplo de sus ídolos.