Aparqué mi Seat 124 en la plaza cercana al Teatro, llevaba una camisa a rayas y una rebeca roja que caía sobre un pantalón beige con pinzas. Me encaminé hacia esa calle cuesta abajo donde a la derecha estaba el bar en el que mis amigos y yo tomábamos una tapa de ensaladilla con una caña de cerveza antes de entrar en la discoteca Los Leones al inicio del paseo ajardinado. Aún era de día.

Me pareció estar allí en la pista de baile cuando vi a esa muchacha rubia esbelta, alta, delgada y con ojos celestes mirando hacia mí tímidamente, pero quizás fuese yo el que había cruzado mi mirada con ella en primer lugar. Probablemente, por la seguridad de estar con mis amigos bailando junto a mí, me acerqué poco a poco a ella y sus amigas al ritmo de Human Ligue y “Dont´t You Want Me”. Pese al alto volumen de la música, logré articular unas palabras y ella me sonrió.

Desde ese momento, no paramos de hablar muy cerca del oído mientras nos balanceábamos los dos uno junto al otro, olvidándonos de todo lo demás. Entonces, el DJ cambió el ritmo de la música y comenzó a sonar “How deep is your love” de Bee Gees, acercándonos aún más sin decir nada y abrazándola, bailamos y bailamos, pudiendo oler sus cabellos rubios rizados.

Yo no me había dado cuenta de que nos habíamos quedado casi solos en la pista. Había algo especial en ella, un tono elegante y musical al hablar, dieciséis años, yo dieciocho. Esa primavera comenzaba del mejor modo que pudiese imaginar. Nos sentamos y seguimos mirándonos y hablando sin dejar de sonreír.

Mis amigos se habían marchado con unas amigas y yo propuse a Rosa pasear a esas horas aún tempranas por los jardines que había al salir a la derecha.

Su voz era firme y a la vez tímida pero distinguida, refinada, entusiasta. Me gustaba oírla mirando a sus ojos azules cogiéndola de la mano. Los dos disfrutábamos de nuestra compañía como si antes hubiésemos coincidido muchas veces.

Me pidió ir acercándonos a su casa, en pleno casco histórico de Carmona, aproximándonos así a la Puerta de Sevilla junto a la majestuosa iglesia de San Pedro cuya torre se parece a la Giralda. Por esas calles empedradas parecía estar viviendo una noche primaveral única, de esas que no queremos que terminen nunca. La gente pasaba a nuestro lado pero no oíamos nada porque solo escuchábamos nuestras palabras envueltas en ese tono íntimo, solo para nosotros; y yo cogiéndola por la cintura, un beso más en esa esquina levemente iluminada por una farola donde solo se oía el cantar de un grillo.

“Voy a enseñarte el Parador ¿No lo conoces?”

“No, nunca he subido hasta arriba”

“Te va a encantar”

Seguimos subiendo calles empinadas y una luna llena iluminaba nuestros andares.

“¡Mira, ahí detrás está mi casa!” - Señaló hacia una hilera de casas encaladas junto a una vieja iglesia - “Ya queda poco”

Pasamos esa majestuosa puerta de piedra antes de entrar en el Parador, atravesamos un patio empedrado y entramos dentro caminando por vestíbulos abiertos a un patio de estilo árabe con un surtidor del que brotaban chorros de agua con un sonido musical.

“¡Ven, te voy a enseñar la terraza! De día hay unas vistas muy bonitas, pero ahora podemos ver también los jardines iluminados”

Y allí pedí mi bebida favorita, un Martini blanco con tónica y limón, saboreando el dulce y exótico sabor del licor, aunque en realidad estaba deleitando ese momento junto a esa maravillosa mujer.

“Está bien, nos despedimos aquí. Mis padres me esperan” Me dijo sonriendo y estampándome un beso interminable.

Al descender hacia abajo por esas calles silenciosas no quería creer lo que había vivido y vivía aún envuelto en el reciente recuerdo. No quería que terminase la noche porque la vida tenía un sentido y era inmensamente feliz ¿Sería verdad? ¿Duraría mucho ese sueño? Otra vez la luna ahí arriba semejaba querer expresar algo.

Seguí bajando hacia el centro de la ciudad pero parecía no llegar nunca hacia donde debían encontrarse mis amigos y no se cómo me vi otra vez en la alameda donde había paseado con Rosa, y ya no había nadie. Estaba sólo. Pero no me importaba, era muy feliz.

Otra vez había soñado que estaba caminando por el pueblo más bonito de Sevilla, sonaban las campanas de una antigua iglesia y de nuevo me encontraba en la plaza de San Pedro, ya veía mi coche pero mis amigos no estaban. Era muy tarde, de madrugada y me apetecía escuchar “If I Fell” de los Beatles: “If I give my heart to you I must be sure…”