"A veces pasan cosas tan grandes que superan la capacidad que pueda tener uno de asimilar una revolución tan tremenda", cuenta el investigador Francis Mojica. Nacido en Elche en 1963 su trabajo sentó las bases de la actual revolución genética de CRISPR, que acaba de cumplir este verano diez años desde su publicación. A partir de ese aniversario recuerda para EL ESPAÑOL cómo el que era entonces su pequeño trabajo en las salinas de Santa Pola acabó por transformar el mundo.
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Mojica aún recuerda cuando se enteraron en el verano de 2012 que se había publicado en Science un artículo que acabaría llevando al Premio Nobel. Por aquel entonces ya hacía siete años que con su equipo había conseguido publicar internacionalmente su investigación. Eso fue posible después de superar el inicial descreimiento al ser el primero que hablaba de las secuencias repetidas en el genoma de unos microorganismos que estudiaba en las cercanas salinas y lo que eso podía implicar.
"Vino un colaborador mío, entró en el despacho y me dijo que acaba de salir un artículo que dice que se puede utilizar CRISPR para editar genoma", recuerda. Y su respuesta entonces fue: "No tengo muy claro qué es eso, pero le echaré un vistazo cuando tenga un rato". Al leerlo se dio cuenta de que la francesa Emmanuelle Charpentier y la americana Jennifer Doudna "estaban proponiendo una posibilidad para desarrollar una herramienta basándose en los mismos principios en los que se basaban otras herramientas para editar genomas".
Como microbiólogo centrado en bacterias y procariotas vio que "en este caso, si cortas el ADN, como corta Cas9 o alguno de estos sistemas, las células se suelen morir. Pero en eucariotas, no. En las células de plantas y animales lo que haces es incentivar y reclutar los sistemas de reparación de la cédula y eso permite editar. Eso para mí era desconocido en aquel momento".
Él y su equipo vieron pronto el potencial de lo que se proponía por su experiencia. Pero en el resto de la comunidad científica aún tardó en despegar la revolución. "Ten en cuenta que ellos hicieron un análisis en un tubo de ensayo. No demostraron que se podía editar con aquello". Como señala, indicaban "los componentes que son necesarios para cortar de forma precisa en un lugar cualquiera. Vete tú a saber si luego esto funciona". Por eso "no tiene por qué tener en sí mismo una repercusión como suelen tener aquellas cosas que curan enfermedades".
Eso, como apunta Mojica risueño, llegaría más tarde.
En la sal de Santa Pola
Y para llegar a ello el camino llevó a la costa de Alicante hasta Santa Pola. En sus salinas su equipo estudiaba unos microorganismos llamados arqueas. Su intención en aquella época era "intentar entender cuáles eran los mecanismos que utilizaban estos microorganismos para adaptarse a cambios en esa salinidad".
El trabajo a finales del siglo pasado era muy distinto, basta pensar en lo que significaba la diferencia del acceso a los ordenadores que no estaban conectados a internet. "Para ponernos en situación, ahora secuenciar es trivial. Es algo que no hace el investigador de hecho porque hay servicios de secuenciación", recuerda Mojica.
El proyecto que proponía Mojica con su equipo era radicalmente innovador para el momento. "En la Universidad de Alicante todavía no se había secuenciado nada", razona, pero es que "no había en aquella época ningún genoma de ningún ser vivo de vida libre secuenciado. Se conocía muy poca secuencia de este microorganismo y en general de cualquier otro. Y al final dijimos venga, vamos a centrar nuestros esfuerzos en secuenciar alguno estos fragmentos que podrían estar relacionados con salinidad".
El error que abrió camino
En aquellas primeras secuenciaciones que hacían, tenía "que salir una especie de código de barras, unas líneas bien separadas unas de otras". Un proceso manual en el que "lo más habitual es que salieran unos resultados ilegibles".
Así iban interpretando esos códigos hasta que, "de repente, en uno de ellos aparecieron secuencias repetidas regularmente espaciadas, a una distancia fija, exactamente la misma secuencia muchas veces". Pensaron que fue otro error más en el proceso.
"Con todas las cosas que salían mal, esta era una más. O sea, esto no puede ser verdad. Algo está jugando con nosotros", recuerda. La explicación que encontraban para aquello era que la "enzima que lee para nosotros, que está copiando el ADN para que nosotros sepamos la secuencia, se está equivocando". Pero repitieron la prueba. "Y vimos que de artefacto nada. Que aquello existía. Era real".
El descubrimiento
Mojica sabía que habían encontrado algo especial: "Yo no sabía de nada parecido que se hubiera descrito". Y eso generaba nuevas preguntas que se alejaban ya del propósito inicial de la adaptación a la salinidad. "¿Por qué se molesta la célula en mantener una información reiterada, pero además perfectamente estructurada?", se preguntaron.
En aquel momento existía el pensamiento de que parte del ADN del que no se entendía su funcionamiento "probablemente sería ADN basura. Hoy en día tenemos muy claro que nada del ADN de ningún ser vivo es basura. Y menos en organismos que tienen un cuerpecito tan pequeño y una cantidad de información tan restringida". Lo que habían encontrado tenía que ser diferente, debía tener un sentido.
Las investigaciones siguieron para ver si ese patrón estaba también presente en otros microorganismos que no fueran las arqueas que estudiaban en Santa Pola. "Cuando vimos que esto era un sistema que estaba presente en la mayoría de los procariotas, bacterias y arqueas. Y que en todo los que habíamos analizado parecía que estaba haciendo exactamente lo mismo, que era defender a esos microorganismos de atacantes, de virus, eso sí que llamó la atención", concluye.
Había nacido CRISPR, las siglas en inglés de lo que había definido para las repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas.