Culminaron hace pocas horas les Fogueres de 2023. Unas buenas fiestas, en las que se agradece no haber sufrido incidentes de relieve. Y se agradece también obviar en titulares y manifestaciones la tradicional cantinela de “las mejores hogueras del siglo XXI”. Sin embargo, no nos hemos librado de proclamas que apostaban por superar ese millón de visitantes reiterado en las últimas ediciones.

Hemos sido este año ‘más largos’, al hacerlo por el millón y medio -quizá en 2024 nos atrevamos con los dos millones-, sin entender que si hemos llegado a duplicar la población de la ciudad -y no lo creo- podremos sentirnos satisfechos del creciente poder de convocatoria de nuestras fiestas del fuego.

Sea como fuere, cada edición festera da mucho, muchísimo juego. Y a ello nos detendremos las próximas semanas, mientras bulle el cercano proceso de relevo electoral en la Federació de Fogueres. Todo ello, ante una cita cuyo posible suspense se limita en conocer la diferencia de votos entre la candidatura ganadora y su distancia con la que pierda, que lleva trazas de resultar enorme -no hace falta ser Narciso Michavila-.

Yendo al grano, me sorprende que, en los análisis expresados estos días, no haya aparecido el elemento que a mi modo de ver más ha lastrado ¡Y de que manera! estas fiestas. Y no solo por lo que de invasivo ha supuesto, sino, sobre todo, lo que vislumbra de una tendencia muy peligrosa para les Fogueres.

No eludo la cuestión. Hablo de la invasión que de la instalación de recintos de ocio en las vías públicas se ha contemplado -y sufrido- en el centro alicantino, este año con una presencia casi asfixiante, como nunca en la larga historia de la celebración.

Intuyo que todo ello germinó de una normativa de fiestas que permitía a cada foguera poder albergar en su distrito más de un racó, quizá con la sana intención de que estas obtuvieran ingresos suplementarios. Sin embargo, como suele suceder en las propuestas populistas y poco meditadas, ello ha revertido en la práctica invasión de las calles del centro, hasta configurar una sensación sobrecargada que estoy seguro no habrá agradado nada a sus vecinos.

Es cierto que, dentro de esta vertiente, conviene quejarse de manera especial contra los excesos de las instalaciones -ajenas a las propias comisiones- ubicadas en los paseos de Gadea y Soto, que ya la noche del 17 aprovecharon para realizar macro verbenas, mientras las comisiones ni siquiera podían plantar sus recintos, e incluso prolongaban sus machaconas músicas durante todo el día, aspecto este vedado a barracas y racós. Todo ello ha supuesto un auténtico infierno para los vecinos.

No obstante, ello no debe dejar de lado la complicidad de algunas comisiones, que han favorecido con una premisa mercantilista esta avasalladora invasión, permitiendo incluso que nuestro paseo más emblemático -la Explanada-, estuviera ocupado en su lengüeta central por una de estos recintos -había que ver como se mostraba de mugriento nuestro escaparate turístico la propia noche del 27, tres días después de la cremà-.

No, no todo vale. No es bueno para las Hogueras propiciar ese desequilibrio entre la abusiva fiesta del centro en detrimento de los barrios -hace dos/tres décadas, esta tendencia era totalmente opuesta-. Me llegan rumores municipales que apelan a tomar buena nota del desmadre producido e incorporar medidas coercitivas. Bueno es que así sea.