Tenía 51 años y se quitó la vida el pasado lunes. Había derrochado simpatía durante toda su vida y como cualquier otro tenía sus virtudes y sus defectos. Como todos, en diferentes circunstancias a veces actuaba de forma contradictoria. Al final, cada persona es un rompecabezas en el que algunas piezas encajan y otras no. Aprender a vivir con esas piezas incómodas, fuera de lugar, es lo único que puede aportarnos cierta serenidad. Lo aprendí tras ver Desmontando a Harry, de Woody Allen, y se convirtió en una de las películas de mi vida.  

Por respeto a su familia no le identificaré, pero ante este acto tan definitivo y trágico sería absurdo hablar de política o economía y no acordarme de él en estas líneas. Era uno de mis grandes amigos por más que la distancia, nuestras ocupaciones diarias y dos estilos de vida muy diferentes, hacían que nuestra relación no fuese todo lo continua y estable que a ambos nos gustaría.

Las estadísticas señalan que en 2023 un total 3.952 personas se quitaron la vida en España. Ahora lo sabemos porque ya se habla de ello en los medios de comunicación. Ya no es un tabú, sino un problema social muy grave que afecta especialmente a los más jóvenes. Atrás quedan los tiempos en los que el cristianismo lo identificaba como el mayor pecado, el único que no podía perdonarse, y por eso los suicidas no podían ser enterrados en suelo santo.

Y de nuevo, al dolor se une la indignación por el comportamiento de muchos inconscientes en las redes sociales. No era una persona conocida ni famosa, pero sí desempeñaba desde hace años un cargo plenamente identificable. Por eso hay quién se ha atrevido a poner en cuestión su último acto de íntima libertad. He tenido que leer los comentarios irreflexivos de quienes no le conocieron, de quienes no saben nada de su vida o sus circunstancias. De quienes se atreven a opinar o a mezclar la política para intentar sacar rédito personal del dolor ajeno.

En el caso de los jóvenes las redes sociales son parte del problema, del desencadenante. La imagen que quieren proyectar y la que relamente proyectan de sus vidas, sobre su físico o sus pensamientos. En el caso de los adultos, las redes se convierten en un machaque continuo hacia las personas. Un calvario en vida y en este caso tras su muerte. Solo cabe relativizarlo todo. Poner en duda cualquier actitud malintencionada. Y seguir adelante. 

Al final, lo único que cuenta son las relaciones personales, las reales, las historias comunes. Conocí a mi amigo fallecido cuando ambos teníamos 12 años. Y desde ese primer día en la playa de Muchavista, en El Campello, no dejamos de ser amigos ni un día de nuestras vidas. Ojalá me hubiera dado alguna pista de lo que pretendía hacer. Ojalá me hubiera podido despedir de él, con él, frente a un vaso bajo con varias rocas de hielo y tres dedos de un whisky de mucha solera, como a él le gustaba. No ha podido ser. No te juzgo, amigo. Descansa en paz.