Nueva entrega de 'Los márgenes de la consciencia' con el físico teórico del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Alex Gómez-Marín (Barcelona, 1981). El director del laboratorio de Comportamiento de Organismos en el Instituto de Neurociencias de Alicante nos habla, en esta ocasión, de todo lo que envuelve al premio que recibe este sábado del Instituto de Ciencias Noéticas (IONS) de California.
¿Por qué te han dado el premio?
Desde el Instituto de Ciencias Noéticas (IONS) de California —un centro puntero en el estudio de la interacción mente-materia que este año cumple medio siglo desde su fundación por Edgar Mitchell (el sexto hombre en pisar la luna)— se ha lanzado por primera vez el premio de investigación “Linda G. O’Bryant” para espolear el desarrollo de abordajes científicos que demuestren que la consciencia no vive confinada dentro de la cabeza. Dicho breve y claramente, cuestionar el dogma de que “mente=cerebro”.
Se pedían propuestas teóricas y experimentales para ir más allá de la creencia reduccionista de que el ser humano no es más que “un manojo de neuronas”. Yo he articulado un programa científico detallado para testar la hipótesis de que “ver sin ojos” (el título de mi ensayo) es posible, no solamente como metáfora sino en sentido literal. Después de analizar más de un centenar de propuestas de todo el mundo, el jurado ha seleccionado tres ganadoras, y la mía es una de ellas.
En tu caso concreto, ¿sobre qué has centrado tu propuesta?
Sobre la idea de “la mente extendida”. Cada vez más científicos y filósofos aceptan que nuestra cognición está encarnada y extendida. Encarnada porque pensamos con el cerebro pero también con el intestino, el corazón y, en definitiva, con todo nuestro cuerpo. Los bailarines lo saben bien. Extendida porque nuestra mente a menudo rebasa las fronteras de la piel. Por ejemplo, algunos objetos del mundo que nos rodea pasan a formar parte de nuestros procesos cognitivos, es decir, se pueden concebir como extensiones de nuestra propia mente. Cualquiera que tenga un teléfono móvil lo experimenta a diario. Como expresó bellamente el fenomenólogo francés Maure Merleau-Ponty, cuando un ciego hace uso de su bastón, deja de percibir el bastón como objeto, convirtiéndose el bastón mismo en instrumento cognitivo con el cual se perciben el resto de objetos del mundo.
Pues bien, yo propongo tomar la idea de “la mente extendida” y extenderla. Llevarla más allá. Tomársela en serio y preguntarnos: si la mente está realmente extendida, cuando percibo una imagen del mundo que me rodea, ¿esa imagen está solo en mi cabeza, o mi mente está en contacto con esa imagen allí donde la percibo? En el fondo, es volver al problema del origen de la percepción. Quizás con una metáfora se pueda ilustrar mejor: si te imaginas la percepción como un río de imágenes que se bifurca en afluentes, río abajo tendríamos los cinco sentidos; pero si uno es capaz de remontar la corriente como un salmón, quizás sea posible (incluso plausible) acceder a esa información antes de que haya tomado el color o la forma de lo que llamamos vista, olfato, oído, gusto o tacto.
Y, esa propuesta, ¿es realizable?
De eso se trata, de integrar teoría con experimento, es decir, de dar razones para creer y datos para dudar. Tomar una idea potente y someterla a escrutinio empírico. En contraste con muchos de mis colegas neurocientíficos, mi punto de partida es que el cerebro no produce la consciencia, sino que la permite. La diferencia parece insignificante, pero es crucial. La sugirió el psicólogo y filósofo americano William James hace más de cien años, pero apenas se ha explorado la alternativa, al menos en los círculos más conservadores. Se da por hecho que la función del cerebro respecto a la consciencia es productiva (como el humo que sale de una chimenea), en vez de permisiva (como las voces que capta nuestra radio). Yo propongo una forma de abordar empíricamente esta conjetura, bajándola de la torre de marfil de las discusiones académicas al mundo real.
Con una batería de experimentos en condiciones controladas, propongo testar la capacidad humana de ver con la mente extendida. Trato de incorporar los recelos legítimos de quienes creen que no es posible y de quienes creen que sí lo es. Los lunes, miércoles y viernes soy escéptico entre los creyentes. Los martes y jueves, creyente entre los escépticos. El fin de semana, descanso. Es importante remarcar que estamos lejos aún de sacar conclusiones. De hecho, la investigación propiamente dicha aún no ha empezado. Lo que pedían desde el IONS es una propuesta concreta, un mapa ambicioso pero realista, de cómo llevar a cabo tal empresa científica. Hay que investigar más y mejor.
En tu investigación hablas de que, en esa búsqueda de ir más allá, si cambiamos los marcos teóricos de referencia en occidente, más allá de la física del siglo XIX, esas fotos que vemos sí que caben en dichos marcos.
Eso es. Me encanta esta metáfora. Tenemos fotografías que no caben en nuestros viejos marcos. Por ello a menudo las tildamos de “anómalas”, porque no tienen lugar dentro de lo que algunos consideran “normal”. De nuevo, James hablaba de los “hechos salvajes”, fenómenos y datos que no caben fácilmente en nuestros corsés mentales habituales. Ante esta situación, hay tres opciones. Una: como no caben en el marco, tiras los datos a la basura. Dos: los recortas para que quepan en tu marco, con todo tipo de contorsiones, que acaban por transfigurarlos. Tres: trabajas para encontrar o construir marcos donde quepan tal y como se presentan. Yo me inclino por la tercera opción, pues si uno se considera “empirista”, debe integrar y respetar la experiencia, la evidencia, los datos.
Te lo cuento con un chiste malo: viene un investigador y dice “mira, ¡aquí tienes los datos!”, a lo que el otro responde: “muy bien, parece que funciona en la práctica, pero ¿funciona en teoría?”. Por eso explico en mi propuesta que es ingenuo pensar que sólo con evidencias experimentales podemos cambiar de paradigma; hacen falta marcos teóricos nuevos que hagan de lo imposible algo probable. Lo imposible tiene más que ver con nuestra incapacidad para imaginarlo o pensarlo que con la deficiencia en sí del fenómeno por ser “real”. Cuando encontramos el marco adecuado, lo que era anómalo, de repente, es perfectamente normal.
Sobre el escepticismo que despierta entre la comunidad científica este tipo de estudios, tú sueles recordar a premios Nobel como Einstein, Curie, o Ramón y Cajal, en cuyas investigaciones ya asomaban hacia esta dirección, de ampliar la mente.
El escepticismo es muy necesario. El problema es cuando se enquista en dogmatismo. Cuando se afirma “esto no puede ser” sin querer examinar los datos, entrar realmente a debatir científicamente, o simplemente leer la bibliografía científica existente, hemos abandonado el terreno de la ciencia. Es simplemente política, religión, o metafísica. Cuando alguien espeta “esto que dices lo piensan cuatro locos que no saben de qué hablan”, yo me permito recordarle que hay una larga lista de Premios Nobel —desde Einstein y Marie Curie, hasta nuestro venerado Ramón y Cajal— que se interesaron por estos fenómenos que venimos llamando en estas conversaciones “los márgenes de la consciencia”.
Esto con respecto a los argumentos “de autoridad”. Pero además luego hay una larga lista de científicos actuales de universidades punteras de todo el mundo que se mantienen todavía dentro del armario respecto a estos temas. Es así. Y lo entiendo. Somos muy conscientes de que para conseguir financiación, y mantener nuestra “reputación”, tienes que dar un discurso francamente conservador. Pero a la hora del café, en los pasillos, o por a noche con un vino, muchos más científicos de los que imaginas te confesarán que no solo están abiertos a estas cuestiones (o que realmente no saben sobre ello y, por lo tanto, son agnósticos en vez de negacionistas), sino que están francamente interesados en ellos. De hecho, muchos de nosotros consideramos “los márgenes” como puertas traseras clave para abordar los retos fundamentales que tenemos hoy en la física y en las neurociencias. Volvemos al misterio de la relación entre mente y materia.
¿Crees que los científicos de España son más conservadores que los de, por ejemplo, el mundo anglosajón o los asiáticos, más abiertos de mente?
No. Pero como te decía, hay mucha gente que tiene miedo a salir del armario. Además, se da la ley casi universal de que nadie es profeta en su tierra. Y yo tampoco pretendo serlo. Pero también te digo que es curioso, casi irónico, que “papá y mamá” no me reconozcan “en casa”, pero fuera de casa sí. En fin, este premio me apremia a seguir con mi apuesta por una nueva ciencia de la consciencia. Estamos en pleno siglo XXI. La visión materialista de la realidad nos ha metido en un callejón sin salida: ¿cómo hacer brotar el vino de la consciencia del agua del cerebro? Que cada uno investigue lo que considere. Por suerte en este país se reconoce la libertad de cátedra. La diferencia entre ciencia y pseudo-ciencia tiene que ver con el método, no con el tema. Los tiempos están cambiando. O eso creo.