Alicante

Vuelve la sección 'En los márgenes de la consciencia' con el físico teórico del Instituto de Neurociencias de Alicante Álex Gómez-Marín. Con este científico del CSIC nos adentramos en otro aspecto desconocido de la ciencia, la "colaboración contenciosa". 

Hoy en día nos hemos acostumbrado a que cualquier profesional de cualquier sector se aferre a su posicionamiento, a su opinión, aún sabiendo que no está en lo cierto. ¿Esto también pasa en el campo científico?

Los científicos también somos humanos. Recuerda que la ciencia se basa en el consenso de expertos. Y a todos nos cuesta cambiar de opinión, tanto individual como colectivamente. Sin embargo, hay una versión “TikTok” de la ciencia que vende el proceso como una simple receta: se hace un experimento, se obtiene el resultado, y los datos nos dicen (como si hablaran por sí solos, de forma oracular) si hay que torcer a la izquierda o a la derecha.

Pero la realidad supera la ficción... La filosofía de la ciencia barata a golpe de “tweet” no es la que tiene lugar en la vida real. De hecho, hay que repetir el mismo experimento varias veces y en laboratorios distintos, de ahí la llamada crisis de replicabilidad que sufren varias disciplinas científicas. Hay que interpretar los resultados con rigor pero sin zanjar prematuramente alternativas válidas, de ahí el choque de creencias reflejado en distintas conclusiones ante los mismos datos.

A menudo, haciéndolo todo según “las reglas del juego”, se avanza muy lentamente. Un buen ejemplo de este reto se vive en la neurociencia actual: para acelerar el progreso del estudio de la consciencia se está llevando a cabo lo que los americanos llaman una “adversarial collaboration”, que viene a traducirse como “colaboración contenciosa”.

La “colaboración contenciosa" se trata a la vez de una serie de experimentos científicos y de un experimento sociológico sobre los propios científicos y sus experimentos.

¿Qué es exactamente una “colaboración contenciosa”? 

Es fascinante. Se trata a la vez de una serie de experimentos científicos y de un experimento sociológico sobre los propios científicos y sus experimentos. En una colaboración contenciosa grupos con posiciones distintas trabajan juntos para resolver una disputa científica. De nuevo, esto no es lo habitual. Lo normal es que cada laboratorio tenga sus propias convicciones (a veces articuladas en forma de teorías matemáticas, pero más frecuentemente expresadas vagamente en metáforas que a su vez disfrazan posiciones metafísicas) y que, a partir de ellas, diseñe sus propios experimentos, aplique sus metodologías, interprete sus datos, y trate de publicarlos.

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Luego otro laboratorio, con una visión distinta, hace lo propio. Y, así, los artículos científicos se amontonan, de manera que el “equipo rojo” y el “equipo azul” cada vez creen más en sus conclusiones, aunque sean contradictorias. ¿Cómo salir del callejón sin salida del sesgo de confirmación?

La colaboración contenciosa engrana todo el proceso desde el principio: ambos equipos consensuan previamente el diseño experimental y concretan sus hipótesis de manera que sean contrastables y refutables. Se pacta todo eso al principio del proyecto, en vez esperar al final cuando cada uno ha ido por su lado y ya está casi todo el pescado vendido. Se evitan “postdicciones”, pues ya se sabe que donde dije digo digo Diego… Además, un “equipo neutro” realiza gran parte de los experimentos. Las conclusiones del estudio se escriben a tres voces. El resultado final no tiene por qué tener ganador o titular. El producto refleja la complejidad del proceso. Se espolea así más y mejor ciencia.

El llamado “método científico” es sencillo en teoría, pero complejo en la práctica: no hay un experimento ganador decisivo que nos diga de manera inequívoca y permanente cuál es la verdad.

¿No es tan taxativa la ciencia?  

La ciencia no es un culto a las cenizas del conocimiento, sino un esfuerzo constante por preservar su fuego. Algunos aspiran a dictar sentencia. Se trata más de un control de la narrativa científica (con fines políticos y económicos) que de la ciencia propiamente dicha (y hecha). Esa maravillosa idea del “experimento crucial” o de “la gran refutación” es más bien la excepción que la regla. El llamado “método científico” es sencillo en teoría, pero complejo en la práctica: no hay un experimento ganador decisivo que nos diga de manera inequívoca y permanente cuál es la verdad.

¿Cómo se ha venido trabajando en este aspecto? 

Pues bien, como te decía, recientemente se ha llevado a cabo una “colaboración contenciosa” con dos de las teorías neurocientíficas más populares de la consciencia: la IIT (“integrated information theory”) y la GWT (“global workspace theory”). Se han enfrentado la una a la otra. Ambas discrepan sobre qué es la consciencia, su relación con el cerebro, y su localización. Pero se han puesto de acuerdo en estar en desacuerdo.

Los arquitectos de ambas teorías acordaron tres predicciones principales divergentes. Por ejemplo, en una de ellas, la IIT predice que la parte posterior del cerebro se mantendrá activa, mientas que según la GWT se esperaría una actividad súbita en la parte frontal. Aunque la GWT ha salido peor parada del encuentro, el resultado no es tan simple como en la película Mad Max, donde “dos hombres entran, uno sale”.

La conclusión es que no hay conclusión definitiva: hay que refinar la propuesta y seguir. Estamos más cerca que nunca, pero aún muy lejos. Actualmente hay por lo menos una docena de laboratorios trabajando en testar estas y otras teorías de la consciencia, financiados muy (¡pero que muy!) generosamente por la fundación Templeton. El propósito, mediante una serie de fracasos exitosos, es acelerar la ciencia de la consciencia. Este es probablemente el problema científico más importante de nuestra era.

¿qué nos hace cambiar de opinión a los científicos? Pues en teoría los datos, pero la verdad es que la mayoría de expertos no cambiarán nunca de opinión en lo fundamental, quizás solo en algunos detalles menores.

Pero ¿por qué es tan difícil cambiar de opinión?

La ciencia debería ser un ejercicio desapasionado. Pero claro, uno dedica toda su carrera a una idea, apuesta su vida empleando tanta energía y recursos que, al final, se acaba enquistando una visión particular del mundo. Aunque todos sabemos que una teoría es un mapa, nunca el territorio, nadie quiere ver refutada su propia creación, pues parece como si le refutaran a uno mismo como persona. Con el ego hemos topado... Entonces, volviendo a la pregunta principal, ¿qué nos hace cambiar de opinión a los científicos? Pues en teoría los datos, pero la verdad es que la mayoría de expertos no cambiarán nunca de opinión en lo fundamental, quizás solo en algunos detalles menores.

¿Cómo podemos facilitar esos cambios de opinión?

Todos miramos la realidad a través de un filtro o unas gafas. Normalmente, no te las vas a cambiar, pues estás tan acostumbrado a ellas, que no recuerdas ni que las llevas puestas. Incluso, aunque no veas del todo bien, prefieres llevarlas. No vas a cambiar de opinión. ¡Que cambie el otro!

Pero pueden pasarte dos cosas (y de hecho pasan). Puede pasar que se te rompan las gafas, que se te rasgue el filtro de golpe, y eso sacude tu visión del mundo. Es súbito, inevitable y, en ocasiones, traumático. Estamos hablando de crisis fisiológicas, psicológicas, e incluso existenciales. Una experiencia cercana a la muerte es un buen ejemplo de ese “choque ontológico”. Tener un hijo es otro ejemplo. En ese momento el mundo se tambalea y no hay vuelta atrás. Lo familiar da paso a lo desconocido, y lo desconocido empieza a volverse extrañamente familiar. Somos capaces, casi por obligación (que acaba siendo una bendición), de ver el mundo con otros ojos.

Luego hay otra forma, menos traumática pero más lenta, de cambiar de opinión. El filtro no se fractura de golpe sino que se va erosionando poco a poco. Nuevas evidencias invitan a ir haciendo actualizaciones del software de tus creencias. Sin embargo, se necesita mucha honestidad y trabajo sostenido para ser capaz de dejar ir… Lo mismo sucede en ciencia. Se dice que progresa de funeral en funeral, es decir, cuando llega una nueva generación libre de las inercias de sus predecesores. La cuestión se vuelve entonces muy pragmática: ¿seremos capaces de cambiar de opinión, o de paradigma, a tiempo?

¿Cómo propones que se puedan dar estos cambios de paradigma? 

No hay hechos libres de creencias, aunque hagamos esfuerzos por diferenciarlos y disimularlas. La ciencia necesita de evidencias, por supuesto, pero también necesitamos examinar nuestras convicciones más profundas. Propongo tres vías:

Una de ellas es explorar diversas tradiciones distintas a la nuestra. Considerarlas seriamente. Sumergirse en otras culturas y sus cosmovisiones. Dejar de ser provincianos universalistas y racionalistas cascarrabias. Salir de casa, ver mundo, y tratar de ver el nuestro con ojos renovados.

En segundo lugar, aventurarse en modelos complementarios de financiación. La ciencia cuesta dinero. Y estudiar fenómenos extraordinarios requiere de financiación extraordinaria. A pesar del marketing de la innovación científica, innovar se innova poco. Los lobbies (científicos o no) deciden qué se investiga y qué no en las universidades. Buscar fundaciones y filántropos es una alternativa urgente. Otro camino es tratar de asociarse con el mundo tecnológico empresarial, pues a sus inversores no les importa tanto lo que la gente cree o deja de creer, lo “científicamente correcto” o no, sino que les importa lo que funciona.

La tercera tiene que ver con lo que estamos haciendo aquí, es decir, con la relación entre científicos y periodistas. Que el periodismo transcienda el entretenimiento sensacionalista y el mantra político y que, a su vez, la ciencia vaya más allá de la actitud paternalista que trata al ciudadano como un niño (érase una vez una historia fascinante que no vas a entender…) o como un adolescente (¡la ciencia dice que a las diez en casa!). Es decir, cultivar un intercambio entre adultos libres donde poder trabajar las sombras de nuestro tiempo, que son bien reales.