Hace 37 años la vida de Pascual Grasa, así como la de muchas otras personas, cambió para siempre. Fue el 11 de diciembre de 1987 cuando la banda terrorista ETA atentó con un coche bomba contra la Casa Cuartel de la Guardia Civil, en la avenida Cataluña.
Los terroristas hicieron estallar el vehículo por control remoto mientras en el interior del edificio dormían unas 40 familias. La explosión provocó que se derrumbaran las cuatro plantas del bloque, atrapando a las víctimas entre los escombros. La onda expansiva afectó también a los edificios cercanos.
Este antentado acabó con la vida de 11 personas, 6 de ellas menores de edad. Otras 88 resultaron heridas, muchas de ellas de carácter grave. Entre ellos Grasa, agente del cuerpo que, aquella fatídica mañana, se encontraba de servicio. "Había cambiado el turno con un compañero. Tenía asuntos personales por la tarde y necesitaba esas horas", cuenta a EL ESPAÑOL.
Al rememorar aquel día, recuerda que se levantó como cualquier otro. "Pensaba que iba a ser otra jornada de trabajo normal. Por aquel entonces tenía 32 años y era feliz con mi empleo, con mis ilusiones y mi familia", relata. Hasta que todo se truncó.
11 de diciembre a las 6.00
Eran las seis de la mañana cuando Grasa acababa de empezar su turno. Explica que, nada más hacer el relevo con sus compañeros, arrancó el coche para "hacer la vuelta por todo el acuartelamiento". Detalla que una verja "muy grande" separaba el patio de los portalones que había antes. Un elemento que podría parecer insignificante en esta terrible historia, pero que se convirtió en "todo un obstáculo" que quizás le salvó la vida a este guardia.
Fue a los diez minutos de emprender esa ruta protocolaria, acorde a los tiempos que corrían en España, cuando Grasa vio algo fuera de lugar. "Había un coche aparcado a cinco metros del portal. Era una vía pública y no podía estar parado ahí por lo que me bajé para decirle a la persona que se lo moviera. Un hombre que nada más oírme emprendió la huida", rememora sobre el momento en el que saltaron las alarmas.
Cuando el humo comenzó a salir de los bajos del automóvil, el guardia civil asegura que avisó a su compañero para que llamara "inmediatamente" a los Tédax (Técnico Especialista en Desactivación de Artefactos Explosivos). En ese momento, Grasa salió corriendo detrás del terrorista.
"Abrí la verja, perdí un poco de tiempo ahí y ya salí detrás del terrorista. Intenté detenerlo, pero torció una calle que cruzaba y ya vi que no me daba tiempo a cogerlo", recuerda. Un hecho que le salvó la vida porque cabe la posibilidad de que "otros le estuvieran esperando con armas a la vuelta de la esquina", añade.
En ese momento, el guardia civil volvió hacía la avenida Cataluña donde un coche se encontraba parado detrás de la bomba. "Le grité que se fuera, que corriera, y aún me escuchó porque echó marcha atrás al ver el humo y oírme", precisa. Fue entonces cuando se provocó la explosión.
Grasa cuenta que su propio cuerpo apareció casi a 30 metros del coche cargado con explosivos, en la calle Villa de Ruesta. "Una vía estrecha que estaba entre el cuartel y una fábrica abandonada. Fue allí donde me recogieron", detalla.
El conductor al que había avisado también sobrevivió al atentado, así como su compañero de turno quién "sufrió quemaduras mientras subió a avisar al Tédax". No obstante, más de una decena de personas fallecieron en aquel ataque.
Grasa fue trasladado al hospital con varias fracturas en el fémur y metralla por todo el cuerpo. "Llegue prácticamente desangrado. Pensaba que me moría y, en ese minuto, pasaron todo tipo de cosas por mi cabeza. Mi mujer, mi familia, mi vida. En todo lo que dejaba atrás", cuenta el hombre.
Cuando volvió a abrir los ojos, este guardia civil asegura que sintió "desorientación, rabia y aturdimiento". Más aún cuando se enteró de que, en aquel acto, habían fallecido personas. "Me quedé desolado. Me costó mucho volver a poner mi vida otra vez en orden", añade.
Más allá del dolor físico, Grasa describe que el sufrimiento moral, ese que no pueden tapar las medicaciones, fue lo más impactante de todo. Con el paso de los años, explica que aprendió a mirar al futuro. Eso sí, con una rabia y una resignación todavía presentes que le llevan a preguntarse de nuevo "¿para qué ha servido tanto dolor?".
Privilegios sin justicia
Sobre el perdón, asegura que no existe ningún tipo de penitencia ni olvido ante aquellos actos que han sido preparados, premeditados y buscados. "Los terroristas se entrenan para matar, son conscientes de lo que hacen y no tiene ningún tipo de perdón", declara.
La redención es un paso que llega cuando se hace justicia. "El que ha cometido atentados, el que ha cometido delitos de sangre tiene que pagar", declara Grasa.
Una consideración que le lleva a expresar que "no hay derecho que, a aquellos que mataron, hoy les ampare la ley e incluso ocupen puestos en Ayuntamientos y organismos que ellos mismos tanto odiaban". A lo que añade que "Eta no ha desaparecido, sigue tan viva como antes y, ahora, con privilegios. No necesita matar porque a han conseguido sus objetivos".
Aquel 11 de diciembre de hace 37 años murieron 11 personas y a muchas más les cambió la vida para siempre. Un resultado ante el que la sociedad, según cree Grasa, parece haber pasado página. "Se ha intentado seguir adelante, tanto que vivimos en el olvido".