Termina una época. Rafa Nadal cuelga la raqueta y lo hace con una derrota en el primer partido, sin set ganador, sin emoción ni posibilidad de que se le aplique una quita al fracaso. Como la vida misma cuando se pone de nones.
Nadal, el coloso más humano que ha parido una generación extraordinaria de deportistas, deja escrita una carrera entre la rivalidad y la épica. Su trayectoria es como esa bola que toca la red, rebota y vuelve a tocarla cortando la respiración del auditorio; pero que siempre termina por caer al otro lado. Sube otro punto al contador. Algunos lo llaman suerte, pero hay poco de fortuna en la determinación.
La vida nunca se equivoca. La derrota de Nadal en los cuartos de final de la Copa Davis se convirtió en un recordatorio de cuál es la virtud que hace del de Manacor un grande: la humildad. Rafa ha sido impecable en el triunfo y en la derrota. Y ha sido un maestro porque nunca ha buscado serlo.
No hay liderazgo sin autoridad y no hay autoridad sin respeto. No conozco a un solo líder que no reconozca el valor del contrincante, o que prefiera, a veces íntimamente, no medirse con su talento. Los partidos de Nadal que siempre recordaremos fueron contra los grandes; como los que disputó con Roger Federer y Novak Djokovic. Quién no los ha visto sufrir frente al hispano, ir agachando el torso y mirar hacia la grada, buscando la complicidad del espectador cuando el partido se ponía imposible. No hay rival más difícil que el que no se da por vencido: y para Nadal no había bola perdida ni lugar para el desánimo.
Nadal ha hecho del triunfo un canto a la excelencia. Nunca los perdedores recibieron mayor respeto por parte de un vencedor. No había derrotas, porque los buenos ganan cuando lo intentan, y ganan dos veces cuando superan a los mejores.
Hace solo un año, Novak Djokovic verbalizó un sentimiento compartido en la final de consolación del Six Kings Slam en Arabia Saudí, “Rafa, quédate un poco más”, le pidió el serbio. A lo que el mallorquín respondió con la mayor de las gratitudes: “Has sido un rival espectacular que me ayudó a superar mis límites durante quince años. Sin eso, no hubiera sido el jugador que ahora soy".
La carrera de Nadal es una oda al valor del propósito, al reconocimiento del sufrimiento como parte de la vida y a la necesidad de conocer nuestros propios límites como punto de partida para cruzarlos. No hay progreso sin consciencia de la pequeñez, ni triunfo real sin respeto hacia quienes nos muestran que se puede hacer mejor y que no intentarlo sólo conduce a la frustración.
Nadal reconoció en su despedida que no recordaba ni un partido sin dolor; ni un momento en el que no le gustase el tenis. “Me voy porque el cuerpo quiere que me vaya”, confesó, dictando así la penúltima lección como referente: a veces no se puede y la vida sigue. Nadie es imprescindible y hay que saber marcharse.
En los días que vivimos, es una rareza que dimita quien goza del respeto de la sociedad. Es una rareza, de hecho, que alguien dimita. Dirán que esto no es una dimisión de libro, y se lo compro. Pero no es un símil baladí en los tiempos de la polarización y el escarnio público. Ya no se suda la camiseta para jugar el partido ni se gana cuando se intenta.
El fin justifica los medios, las ruindades y los bulos. Está permitido difamar si se obtiene rédito o el relato lo soporta. El rival no merece más respeto que el que el límite que el espectador tolere sin que pase factura. Por eso muy pocos serán recordados, porque la admiración sabe poco de egos y mucho de coherencia.
En una sociedad líquida, profundamente narcisista y dominada por los egos más histriónicos, dan ganas de pedir los bises, y de volver a ver una y otra vez los grandes partidos que nos hicieron vibrar.
Andamos justos de referentes, maestro. Por eso todos somos Novak Djokovic estos días.
Rafa, quédate un poco más, aunque sea desde la grada.