Afirmar que la desinformación se ha convertido en una de las mayores amenazas para nuestra sociedad es casi un lugar común de estos tiempos. Y si, además, se citan los peligros que acarrean las redes sociales y la inteligencia artificial, se obtiene el contexto apocalíptico perfecto.
Pero casi nunca estos lamentos vienen acompañados de una cierta intención de hacer algo para evitar ese apocalipsis. Es una nueva modalidad de uno de nuestros deportes nacionales: quejarse mucho, sentar cátedra sobre lo que se debe hacer y no mover un dedo por poner remedio.
Numerosos estudios confirman que la sociedad siente una creciente preocupación por la desinformación en sus distintas presentaciones: bulos y fake news, verdad alternativa, información errónea, contenido manipulado, teorías conspiranóicas, clickbait, webs falsas, deformación del contexto, etc.
Pero muchas de estas cuestiones no son nuevas; de hecho, la desinformación tiene sus raíces en la antigüedad. El problema hoy, y aquí entra la inteligencia artificial, es que ha adquirido una nueva dimensión con la universalización de las tecnologías digitales. Hoy en día, cualquier persona con acceso a internet puede crear y difundir información falsa con una calidad y alcance sin precedentes.
Esta capacidad de producir y distribuir desinformación ha eliminado a los intermediarios tradicionales, como los medios de comunicación y los periodistas, dejando a la sociedad sin las herramientas necesarias para distinguir entre información veraz y falsa. Al tiempo, buena parte de la sociedad prefiere vivir en el engaño y acepta estos bulos por distintas razones sociales y psicológicas. Además, creen que no pueden hacer nada al respecto.
La paradoja es que la sociedad no hace nada y deposita la responsabilidad en aquellos mismos a los que ha debilitado. Así que tenemos un problema complejo y globalizado, que necesita en primer lugar de una toma de conciencia.
La Unión Europea y la UNESCO han subrayado la existencia de grupos de sociales espacialmente vulnerables a la desinformación: la población de mayor edad, los jóvenes, la población rural y las personas en riesgos de exclusión. Además, en muchos casos coincide con una escasa capacidad crítica.
Estos organismos, al igual que numerosos estudios científicos, consideran que la alfabetización mediática es una herramienta eficaz para prevenir esta situación y frenar la desinformación. Se trata de aprender a analizar críticamente los contenidos que consumen, a identificar fuentes fiables y a comprender el contexto en el que se produce la información. Parece una obviedad, pero alrededor del 80% de la población no es capaz de hacerlo.
En España, se han desarrollado diversas iniciativas para promover la alfabetización digital, reducir la brecha digital y fomentar un uso crítico y reflexivo de la tecnología. En Aragón existen varias iniciativas impulsadas por el Colegio Profesional de Periodistas, la Universidad San Jorge y la Universidad de Zaragoza, y apoyadas tímidamente por el Gobierno de Aragón: Desenreda, Prensa sin edad y una guía didáctica para alumnos de secundaria, entre otras.
Pero no pasan de ser proyectos de alcance limitado por la escasez de recursos y por la falta de una política sistemática de implementación de programas educativos a todos los niveles y para todas las edades. Hoy, la alfabetización mediática no es una prioridad ni política ni social.
Vienen curvas. Tenemos que elegir entre una sociedad crítica, informada y resiliente, o una sociedad acrítica, anestesiada y aborregada. O aprovechamos la tecnología para mejorar la sociedad o aceptamos ser dominados por una minoría gracias a la tecnología.
Y en este momento es crucial que la sociedad tome parte activa. La desinformación es un desafío global que requiere una respuesta coordinada y multifacética.
Es fácil echar la culpa a los periodistas o a los medios de comunicación, pero precisamente son casi los únicos que están luchando contra la desinformación. Solos no pueden.