Por Juan Miguel González González
España danza hacia su autodestrucción en un compás abierto entre la Ley del Deseo y Amnistías encubiertas que concluyen en el crimen matinal de la España inocente, es decir compatriotas o no-deseados, o ignorados.
Cuenta la tradición, y silencia Flavio Josefo, que hace 2.000 años había un Rey que, para conservar su poder, se dedicó a exterminar niños menores de dos años con la intención de eliminar a un intruso que venía con llanto profético a cambiar la Historia y quitarle el puesto. Ese acontecimiento ha sido recordado en el tiempo de diferentes maneras hasta llegar al punto donde nos dio por hacer bromas y partirnos de risa, en esos curiosos cambios que tienen las generaciones, haciendo bueno, sin pensarlo, el dicho aquel de que una comedia no es otra cosa que una tragedia más tiempo.
No es esa la razón, posiblemente, pero en todo caso valga la “anécdota” del suceso para pensar en esta mañana navideña en la permanente tentación de eliminar-al-que-no-se-puede-defender sin más coartada que la de ejercer el propio poder y justificarlo después con razones irracionales. El tema, of course, no es la matanza de hombres por hombres, ya que la historia no es más que la gestión de cadáveres por vencedores del presente inmediato, sino la aniquilación de aquellos que no tienen ni culpa ni defensa.
Esto ha pasado y pasa mucho en el mundo todos los días, claro, pero en nuestra España de hoy conviene recordar, alguien tiene que hacerlo entre broma y broma, la eliminación de dos tipos de individuos que no pueden defenderse al no ser amparados por la justicia. Estos dos colectivos no son otros que los-concebidos-y-no-nacidos, alias “los no deseados”, y las víctimas del terrorismo etarra, alias “los ignorados”.
Entre la ley del deseo -maquillada de clausulas justificadoras ribeteadas de plazos de vida/ficción- y las amnistías descaradas o encubiertas – maquilladas de una legalidad engolada e inmoral preñada de misterio – dos grandes matanzas cubren la historia posmoderna de la post-España. Posiblemente las únicas leyes que se cumplen en este peculiar estado de derecho que se nos tuerce: desde una ley interior que juzga y ejecuta la libertad ajena en función de la sublimación voluntarista del ego -“mi coño, mi cuerpo, yo soy Dios” gritan las chicas radicales– y, por otro lado, una resolución externa que vulnera un derecho y una justicia para dejar en la calle criminales justificando una particular idea de lo que es la paz y sus procesos.
Ambas leyes, con su reguero de sangre definen una época y una forma de pensar: entre el ego voluntarista que piensa que es “creador” y el pacto oportunista se rubrica un mundo donde ya todo es negociable.
En esta post-Historia de verdad por consenso y deseo como fundamentos de derecho, el marrón, como siempre, se lo come Herodes, que ya ni sabemos quién es el payo, mientras el personal sigue haciendo el chorra poniéndose monigotes en la espalda, como ensayando un apuñalamiento disimulado.