Una instantánea de la Universidad de Oxford en el siglo pasado.

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Buscando trabajo en Oxford

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Por José Gabriel Real, @Josega90

Cuando buscas trabajo en una ciudad con un uno por ciento de paro te puedes permitir el lujo de mentir en el currículo. Más de lo habitual. Si dices que te matriculaste en la universidad de la vida, hablas el panocho y manejas Instagram al nivel de Selena Gómez, algún alma cándida descolgará el teléfono, marcará tu número y te ofrecerá una entrevista ese mismo día.

Llegué al centro en bicicleta; vaqueros oscuros, chaqueta negra y camisa celeste. Con una buena presencia nadie creería que vengo de un país ingobernable, corrupto y carpetovetónico. Antes de empezar una nueva andadura laboral hay que coger fuerzas; así que me metí en una cafetería pequeña y discreta, el sitio idóneo para preparar un golpe de estado, o escribir un editorial de El País. Valga la redundancia. Busqué wifi con el móvil en una mano y un bocadillo de beicon y queso en la otra. Como no encontraba ninguna red disponible, me dediqué a observar el trasiego de la calle tras las cristaleras del local. Mientras el verano se presenta con canciones pegadizas y mujeres en bikini, el otoño avanza sobrio y callado, cubriendo a los transeúntes con bufandas y gabardinas, y dejando un aire fresco y húmedo en el ambiente. En una papelería cercana, imprimí unas quince copias del currículo y las guardé en una funda de plástico transparente, esas que usábamos para meter los trabajos de la facultad en el buzón del profesor a última hora.

Hice mi primera parada en el vestíbulo del Trinity College. El portero, un tipo delgado, bigote cuidado y pelo cano, compartía actitud vital con Faulkner cuando trabajó en la oficina postal de la Universidad de Mississippi. Sus compañeros solían sorprenderlo leyendo, escribiendo o jugando al bridge. Este señor, sentado en un sillón reclinable, mataba el tiempo sin ninguna ocupación aparente, con los brazos cruzados sobre la mesa de la garita. Sólo se movió un poco para recoger mi currículo. Salí ilusionado, soñando con ocupar ese magnífico puesto lo antes posible. Si Ana Torroja evadió impuestos al fisco y se coló en una fiesta ochentera, yo hice lo propio en el Christ Church, aprovechando que el portero estaba a punto de quedarse dormido. Era un negro viejo y enjuto. Llevaba unas gafas grandes con cordel y tenía un sonotone instalado en el oído derecho.

En el patio de la entrada había un corrillo de residentes conversando alegremente. Me acordé del personaje de Ben Affleck en El indomable de Will Hunting. Intenta impresionar a unas estudiantes en un pub y termina confesándole a un pijo del campus que la “clase de historia general le pareció muy elemental”. Pasé de largo, esperanzado en que mi cutis y mi mochila me hicieran pasar desapercibido. Error. Las dependencias del complejo, dispuestas alrededor de un jardín con una estatua de Mercurio en el centro, tenían tantas puertas y recovecos que no sabía por dónde empezar.

Una trabajadora me desenmascaró y me preguntó si me había perdido. Estuve a punto de derrumbarme y de confesarle la verdad: “Sí, no sé qué hacer con mi vida”. Pero guardé las formas y me limité a trasladarle mi deseo de dejar mi currículo.

Me señaló la oficina de recursos humanos y siguió su camino. Me atendió una señora que parecía la hermana guapa de Michelle Obama. Me explicó que no admitían currículos impresos y me entregó una solicitud de trabajo. Fue tan amable y simpática que me puse nervioso y le cambié el nombre a la institución. Me corrigió con una sonrisa benevolente y me deseó suerte al cruzar la puerta. En la siguiente parada que pedí trabajo, el conserje me preguntó por el departamento en el que estaba interesado. “El de Historia contemporánea estaría bien, gilipollas” dije para mis adentros.

A partir de ese instante, decidí probar suerte en algunas librerías. En la primera, el dependiente, un hombre calvo, de cara redonda y piel rosada, me preguntó si tenía experiencia en la venta de libros. Pensé en responderle con el cuplé de Juan Carlos Aragón en la chirigota Un peaso coro: "Yo no tengo coche, ni tengo ni experiencia, ni tengo cultura, ni tengo presencia, pero tengo un nabo como la torre de preferencia”. Deseché la idea porque parecía más comparsista que chirigotero y porque no quería pasar la oportunidad de trabajar en una librería si entendía la broma. Al fin y al cabo, grandes artistas como George Orwell y Javier Krahe trabajaron en librerías. Son lugares tranquilos y silenciosos, con pocos cosas que hacer, salvo leer y soñar que te leen.

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