Por Juan Miguel Novoa

Nace un españolito en otoño. Acontecimiento singular que nos ofrece una pareja de riesgos en este panorama tan oscuro: nacer siendo español consciente y, por si fuera poco, en la estación de los matices infinitos que nutre el escaparate del crepúsculo del año, iluminada de luces tan bellas como difíciles.

Otoño es la estación donde cristaliza el curso, desmayándose por fin la calentura infernal de un verano infinito en un telón de hojas muertas. Escenario donde la calentura récord de siglos se va coagulando por las calles dejando animar un recalentamiento espontaneo por la prisa renovada del personal de calle y gestionada desde las alturas en las calderas de los medios pensantes. Hay otoños y otoños, claro está, pero éste que nos viene encima tiene vocación de otoñazo, por ser el gran volcán que nos puede resumir en lava todas las estaciones pardas de los últimos decenios que forman el penúltimo episodio de la historia de España.

Estación inaugurada por un 27-S con eclipse de luna ensangrentada por esteladas furiosas y que se hará nevada en clave de solsticio avanzado un 20-D que preludia un largo invierno. Entre esas dos coordenadas, donde nos nace la criatura bajo el signo de la interrogación, se nos desvela un hueco en la memoria donde resuenan otras combinaciones de letras y números con que se explica cómo se ha tocado y hundido la batalla de barcos en el mar patrio. Así desde un iniciático 20-D de voladuras en el corazón de Los Madriles, a la nostalgia diferida en sepia de los 20-N donde se abría la nueva historia, de fecha en fecha, golpe a golpe, verso a verso, hasta el gong brutal de un 11-M del que se hace compás cada 15-M, dejando sitio para enigmas cada vez más inconclusos con un 23 con F de farsa.

Por tanto, el españolito se va a tener que ir abrigando para jugar la partida, tras salir a porta gayola con el coraje de ese glorioso nombre a las plazas, ya vetadas, de fiesta nacional. Allí deberá conquistar los medios, parando y templando mientras alza la vista desde los límites de su terruño, cada vez más parcelado de mojones artificiales, y observar el ajedrez de un mundo que se va enrocando. Verá el tetrix de movimientos de Nuevo Orden que pululan en bloques de torres en torno a estados artificiales, teocéntricos y financiados a dos manos. Entre medias, la cuna espiritual de Occidente se ciega entre las neblinas del humo avisado de Pablo VI, coqueteando con el socavón de un cisma donde príncipes sin tierra abrazan la idea de encajar amores simétricos sin semilla ni guión divino.

Buen momento en el cosmos, pues, para nacer español, aunque muchos de sus compatriotas reniegan de tal condición con excusa de sentires, pero no de sus prebendas y finanzas. Apóstoles de la amnesia, cuando la memoria ignorada, en sus vertientes de historia y filosofía, se ha dinamitado desde una utopía con espoleta hacia la nada gloriosa del futuro. Nos legan así un pasado sin historia que crea un presente de inseminación artificial, estéril de gesto roto y pechos caídos sin capacidad de amamantar hijos.

Pero seamos optimistas con nuestro españolito. Sabemos que cada hombre que nace es nuevo, y con él comienza la vida otra vez con la música del llanto del primer niño de la creación. Sea pues la fecha del 14-O, situada al lado de la universalidad del código sin fronteras del 12-O, lo que inspire a este nuevo hermano a vivir con libertad y fraternidad entre iguales. Sólo podrá suceder desde la única fuerza que puede inspirar y realizar vocablos tan bellos: el amor por la madre que nos ha traído hasta aquí.

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