El canon occidental

Por Fernando Luna Fernández

Tras los recientes y desgraciados atentados de París, vuelve a la palestra inevitablemente la cuestión de los refugiados. El tema es complejo, sin duda, y como veremos en torno a él giran múltiples complejos.

Los americanos y los europeos hemos intentado exportar el modelo occidental (el canon, que diría mi admirado Harold Bloom) democrático y nuestra mentalidad a una sociedad que, sencillamente, no está preparada para ello. Y los musulmanes no están habituados por varias circunstancias que los mantienen anclados en el medievo: no hay igualdad efectiva entre hombres y mujeres (pilar básico de los regímenes democráticos); no han sufrido -y superado- las guerras de religión que arrasaron Europa hace 500 años (aunque estas escondían también aspectos de dominación política) y que ellos pretenden reeditar ahora, con lo que la intransigencia impera en detrimento de la tolerancia; y no han experimentado la Ilustración, que supuso un contrapeso a la irracionalidad de las religiones.

Todos hemos saludado con entusiasmo los procesos de la llamada ‘primavera árabe’, pero desde nuestra perspectiva y modo de pensar. Salvo Túnez, que es el país más civilizado (entiéndaseme bien) -junto con Jordania y Turquía- del mundo islámico, los valores democráticos no han fructificado por la herencia cultural islámica -confesional e intransigente, por tanto- que mal casa con la democracia tal y como la entendemos nosotros. Y precisamente a estos países más avanzados en derechos humanos se les torpedea sistemáticamente en forma de atentados yihadistas para detener el avance de las reformas democráticas o con el fin de asfixiarlos económicamente mermando su principal fuente de ingresos: el turismo, que lógicamente huye de la violencia.

Desde hace tiempo (incluso en las redes sociales), llevo comentando que lo que le interesa al Estado Islámico, en su lógica de terror, es crear el caos en Europa para que cese el flujo de refugiados y el desasosiego sea aún mayor en Oriente Próximo, puesto que la desesperanza y la miseria son sus caldos de cultivo más propicios y suculentos donde ganar adeptos para su causa de fuego y sangre.

La mayoría de los que huyen son damnificados por el conflicto bélico, pero también hay infiltrados que quieren dinamitar -trágico paralelismo- nuestra convivencia y valores para ponerse al servicio del fanatismo.

La falsificación de pasaportes y demás documentos de identificación -noticia que saltó hace tiempo a las portadas de los medios de comunicación sin que nadie le diera la debida transcendencia- son un claro ejemplo de hasta qué punto las mafias -tanto económicas como fundamentalistas- están intentando sacar provecho de la situación.
Incuestionablemente debe regularse y crear filtros para la inmigración, y no es un criterio xenófobo, sino que descansa en fundamentos posibilistas y, por lo mismo, realistas.

Europa precisa de una inmigración controlada, porque la población envejece, pero no puede haber orégano en todo el monte. Entretanto, debe paliarse el drama de los refugiados, desde luego, pero en origen: creando campamentos en un territorio protegido por una exclusión aérea y por tropas terrestres, y tutelado, administrado y financiado por la ONU en el vértice de confluencia entre el norte de Siria e Irak y el sur de Turquía, y allí censar, cuantificar y regular los refugiados que pasan a Europa, que deberán adaptarse a nuestra forma de vida, y no al contrario.

La demagogia y las lamentaciones son fáciles (desde la perspectiva analítica, se entiende), lo difícil es tomar decisiones impopulares que implican medidas militares (incluidas las botas sobre el terreno y las posibles y dolorosas bajas de soldados) y restricciones en las fronteras.

Pero también hablaba de complejos, fundamentalmente de la izquierda más extrema: ahí tenemos, por ejemplo, a Iglesias rechazando el pacto contra el yihadismo para no propiciar “reacciones vengativas". No se pide venganza, sino justicia, y sobre todo no caer en el infantilismo y la candidez del buenismo: mientras una mayoría no quiera alianzas de civilizaciones, sino destruirnos socavando los pilares de nuestra convivencia, estamos en guerra y la obligación de nuestros gobernantes es defendernos y garantizar la vida e integridad física de los ciudadanos. Pagarán justos por pecadores, habida cuenta de que aumentará el sufrimiento de los refugiados y se impondrán restricciones en materia de libertades, pero es el precio de nuestra paz y seguridad.