La víspera de las elecciones generales, un amigo me comentó que lo único bueno de que tuviésemos la cita con las urnas a la vuelta de la almohada era que no tendríamos que soportar otra campaña electoral durante al menos tres años. Una predicción ciertamente temeraria, a la luz de los callejones sin salida a los que conduce la foto finish del 20-D, que sólo parece confirmar que pronto habrá que repetir la carrera. Y sobre todo porque, entretanto, nos vemos abocados a seguir hablando de lo sucedido, como si la resaca mañanera se hubiese ido disipando pero los puntos dudosos de la noche anterior persistieran en la memoria, exigiendo llamadas y aclaraciones.
En mi caso, debo reconocer una fascinación retrospectiva por aquel tuit con el que Mariano Rajoy quitó hierro al puñetazo que había recibido por parte de un hooligan independentista en Pontevendra. Aquel mensaje en el cual el presidente del Gobierno hacía suyo uno de los muchos memes (como estos o estos) que habían circulado por las redes sociales a propósito del celebérrimo puñetazo.
Mariano Rajoy se ha caracterizado por su incapacidad de pensar, como dicen los ingleses, 'outside the box'
Visto con perspectiva, el tuit de Rajoy fue lo más sorprendente de aquel episodio. Porque no sorprende demasiado que algún descerebrado agreda a un político (o, en realidad, a cualquier figura pública), sobre todo en tiempos de hormonación electoral y en sectores ideológicos enamorados de términos como "resistencia", "rebelión", "lucha" o "anti". Ni tampoco asombra que, en los márgenes del discurso oficial, lejos de los focos, se oigan carcajadas y se intuyan parabienes. Ni resulta, por último, novedoso que esas risas se traduzcan en memes, ni que éstos a su vez las multipliquen al circular por las redes sociales.
Lo que sí sorprende es que el presidente del Gobierno se apropie del discurso alternativo e irreverente de los memes. Una cosa es que lo haga una formación como Izquierda Unida, necesitada de visibilización y de deshacerse del estereotipo que los haría un partido de sindicalistas septuagenarios. Otra cosa muy distinta es que lo haga don Mariano Rajoy Brey, ese señor bajo cuyo retrato el eslogan de "En serio" parecía una tautología, sobre todo tras mostrar en el programa de Bertín Osborne hasta dónde podían llegar sus concesiones a la irreverencia. Ese señor cuya legislatura se ha caracterizado por una incapacidad absoluta de, según la expresión inglesa, pensar outside the box, ya que él mismo es la caja fuerte del sistema, con todas sus aristas, rigideces y vacíos.
Por supuesto, todos suponemos que ese tuit no fue obra de Rajoy sino de un nutrido grupo de asesores de campaña, expertos en imagen y community managers que, tras varias horas de reunión, comunicó al jefazo que debía abstenerse de emprender acciones judiciales y retuitear un meme que quitase hierro al asunto. Uno casi puede oír los susurros áulicos: "Mariano, esto es lo que se hace ahora", "Presidente, así se conecta hoy en día con los votantes". Todos deducimos que la mayor implicación de Rajoy en la génesis del tuit fue un gesto de mano que indicara "vale, pero dejadme en paz y que alguien se lleve esta bolsa de guisantes".
Asistimos a una transición cultural en la que el humor se entroniza como nueva obligación del mensaje
Pero esto es precisamente lo fascinante del episodio. Que el adusto Rajoy se prestara a adoptar las estrategias discursivas de los memes a escasos días de las elecciones demuestra hasta qué punto este tipo de discurso (porque a pesar de su carácter híbrido y esquivo es un discurso, con sus parámetros, sus convenciones y su mochila semiótica) se ha desplazado de los márgenes al mainstream. Pues sería ingenuo pensar que, al retuitear el meme, Rajoy y su equipo renunciaban a sacar réditos electoralistas del episodio del puñetazo; me parece más acertado pensar que el uso del meme fue precisamente, y dada la actual cultura política española, lo que les pareció más conveniente para sus intereses electorales.
Esto indicaría que estamos ante una transición cultural en la que el meme va pasando de forma alternativa de ver la realidad a un ingrediente fundamental del discurso hegemónico; el tránsito, en otras palabras, a la memecracia (expresión que ya acuñó en su día la periodista Delia Rodríguez), una cultura política en la que el humor se entronizará como nueva obligación del mensaje, en la que la realidad se juzgará por su capacidad de generar chistes fácilmente viralizables, y en la que los políticos no anhelarán el estruendo de un aplauso sino el silencioso chaparrón de "xDDDDDD"s.
Es cierto que la cultura de los memes nos ha regalado a lo largo de los últimos años un verdadero aluvión de risas y de momentos compartidos, y es un ingrediente clave del nuevo pegamento social que es la conectividad online. Y el colosal talento humorístico que exhiben sus anónimos autores me parece a menudo un contrapeso kármico por parte de Internet ante los peores excesos de la cultura digital, una manera de redimirse, por ejemplo, de haber abierto las jaulas de los troles. Cabe incluso suponer que una mayor sensibilidad social para el ridículo impediría en ciertos países la llegada al poder de payasos criminales como Putin o Maduro. Y novelas como La broma de Milan Kundera nos recuerdan que la lucha del ser humano por su derecho a reír ha sido también una lucha por su propia libertad.
La risa puede ser un acto de valentía, pero también de cobardía, e incluso ser utilizada para humillar
Sin embargo, también parece claro que el advenimiento de la memecracia supondrá un empobrecimiento del discurso político. La risa puede ser un acto de valentía, pero también de cobardía. Puede ser una manera de dar la cara, pero también de esconderla. Puede desautorizar el discurso hegemónico pero también puede reforzarlo, excluyendo y estigmatizando a los que disienten de él mediante humillaciones en la plaza pública como la que hemos visto recientemente con Cayetana Álvarez de Toledo. Puede ser una manera de abrir una conversación pero también de cerrarla, como hizo el tuit de Rajoy con muchas lecturas posibles del episodio del puñetazo. Y en general, en lo que se refiere al ejercicio de la violencia, la risa parece menos un ejercicio de sano relativismo y más una abdicación moral colectiva.
Existen contextos, en fin, en los que la reflexión tremendista, por muy ceniza que resulte, siempre será más valiosa que la risa que nos puede aportar un meme. Las verdades del ser humano no se circunscriben a su oceánica capacidad para hacer el ridículo, ni a su inmenso y ambiguo talento para hacernos reír.
*** David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.
*** Ilustración: Carmen Segovia.