Por Fernando Luna
El imputado tiene de ordinario connotaciones mediáticas y socialmente negativas, de ahí que se haya sustituido por la de investigado, en el enésimo parcheado de la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal. Por desbordar el objeto de este artículo, solo apuntaré que el problema de la estigmatización procede más del modelo que del nombre, pues la instrucción debería asumirla el fiscal. De modo que con la actual ley procesal se puede cambiar el nombre pero no el renombre, la imputación pero no la reputación, porque la condena social anticipada, consecuente con el eco mediático, estará asegurada.
La condición de imputado presupone que el juez considera que sobre esta persona recaen indicios de haber cometido una infracción penal y, en consecuencia, queda tutelada por un conjunto de salvaguardas procesales (la asistencia de letrado, no declararse culpable, contestar o no a las preguntas que se le formulen, etcétera; o dicho sea en román paladino y sintetizando: tiene derecho a guardar silencio o, si declara, a mentir).
Hechas estas precisiones, abordaré cuándo a mi entender un imputado debe abandonar la vida pública. No es poco lo que está en juego: de un lado, el derecho al honor y a la presunción de inocencia y, de otro, el deber de responsabilidad que cabe exigir a cualquier cargo público (eludo el término más equívoco de ejemplaridad), y que engarza con el clamor regeneracionista afianzado en la sociedad española.
Generalizando, para que se produzca la inhabilitación de cualquier ciudadano se requiere una condena por sentencia judicial firme; nos situaríamos, pues, en el final del proceso penal. Sin embargo, para los cargos públicos la cota de exigibilidad de responsabilidad e integridad debe ser mayor; por tanto, su remoción debe asentarse en la fase de instrucción o la intermedia.
Mi propuesta trata de poner algo de sentido común para que la figura del imputado/investigado no sea un arma arrojadiza en manos de los partidos, usada sin rigor jurídico ni coherencia recíproca ante el hartazgo del ciudadano; y además para que los principios antes señalados (decencia/inocencia) sean mínimamente conciliables.
a) En la fase de instrucción, el imputado debe ser apartado de la vida pública cuando se le atribuyan delitos de especial gravedad o que generen una considerable alarma social en función de las responsabilidades inherentes al cargo del que se trate, siempre que, tras ser oído, el juez acuerde proseguir la causa contra él. Aunque tenga mi criterio, las figuras criminales incompatibles con la vida pública ya en una fase temprana del proceso debe encomendarse al consenso. Iguales consecuencias debe tener la inculpación de cualquier otro delito doloso -y no meramente imprudente- y se hubiere dictado contra el imputado auto de prisión provisional incondicional o eludible bajo fianza, pues en tales casos, a la gravedad del delito, se une una mayor consistencia en los indicios incriminatorios.
b) En la fase intermedia, siempre que se dicte auto de apertura de juicio oral por la comisión de cualquier delito, puesto que es el momento procesal en el que, acabada la instrucción/investigación de los hechos, el juez ha constatado previamente que está debidamente justificada la perpetración del delito y existe una acusación -pública, privada o popular- que la mantiene legítimamente y, por consiguiente, el ya acusado está abocado al banquillo.
Ciertamente, de no atenderse a unos criterios mínimos, sería fácil apartar a adversarios de la vida pública presentando una denuncia o querella fundada en hechos aparentemente delictivos y que esta fuera admitida a trámite por el juez instructor con la consiguiente imputación del denunciado o querellado.
La historia de Pompeya, la mujer del César, es el paradigma de hasta qué punto la moralidad excesiva y las simples apariencias pueden acarrear consecuencias injustas. Pero en ocasiones la gravedad intrínseca de algunos hechos o los sólidos indicios de la participación en estos del imputado (o acusado, una vez alcanzada la fase procedimental intermedia), exigen su defenestración política.
Este es el caso de Gómez de la Serna, cuyo pacto con el PP para que abandone el partido supone una sorna a la sociedad. Los delitos (presuntos, desde luego) que se imputan (corrupción en transacciones internacionales, cohecho, blanqueo de capitales y organización criminal) resultan lo suficientemente graves como para que se vaya a su casa en lugar de acomodarse en el gallinero del Grupo Mixto.
Pero voy más allá. ¿Qué es lo que mantiene a Gómez de la ‘Sorna’ sujeto al sillón de la Carrera de San Jerónimo ante la impotencia del PP? ¿El respeto hacia la democracia representativa? No: el beneficiarse de los parabienes inherentes al cargo de diputado, es decir, el vil metal. Ante esto, los partidos lo tienen fácil: establecer en sus estatutos sanciones equivalentes al sueldo del cargo al que se atornillen. Sin duda, decrecerían las vocaciones políticas inquebrantables de personajes que envilecen la vida pública.