Por Juan Luis Calbarro

Pasan los días y el análisis se abre paso sobre el clamor horrorizado de los primeros momentos. Lo que sucedió durante la pasada Nochevieja en Colonia y otras ciudades europeas –la oleada de violaciones y abusos sexuales perpetrados sobre mujeres occidentales por bandas de hombres de origen árabe– no es nuevo. Cuando ocurrió, recordé con nitidez noticias viejas de violaciones colectivas. La reportera Lara Logan publicó un testimonio conmovedor del brutal asalto colectivo que sufrió en la Plaza Tahrir de El Cairo en 2011 durante el desempeño de su trabajo, mientras cubría las manifestaciones relacionadas con la caída de Hosni Mubarak.

Logan lo explicó perfectamente: en el contexto de una fiesta multitudinaria, decenas de hombres la rodearon, la separaron de su equipo y la vejaron públicamente sin que sus gritos animasen a nadie a defenderla. No se trataba de un caso aislado: según la Federación Internacional de Derechos Humanos, la violencia sexual contra mujeres con motivo de grandes concentraciones callejeras es cotidiana y sistemática en Egipto, donde esta ONG identificó 250 casos similares al de Logan solo en ocho meses de 2012 y 2013, durante las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsi. Es el destino de cientos o miles de mujeres norteafricanas cada año.

Conocido como taharrush, se trata de un juego de diversión en el que unos participan activamente y otros colaboran rodeando y ocultando la escena a posibles críticos y a las autoridades. Es una actividad tolerada en lugares donde la integridad de una mujer vale poco incluso para su propia familia. En Occidente es un delito execrable para quienes ahora empiezan a sufrirlo, pero para los que lo practiquen seguirá siendo solo un juego, propiciado además por la condición dudosa de esas mujerzuelas infieles que se atreven a caminar solas por la calle, mostrando cabello y piel, pidiendo que las ataquen... esta contradicción cultural no debe hacernos más comprensivos con tan detestable conducta, pero sí inspirar nuestro entendimiento del mismo y guiar las políticas destinadas a erradicarlo.

Con todo y su complejidad, la obligación de las autoridades europeas es combatir el delito sin menoscabar aquello que nos hace sentir orgullosos de Europa, y de esta un refugio para los perseguidos del mundo: la protección de las libertades de todos, la presunción de inocencia, el rechazo radical de la xenofobia... En este difícil equilibrio hacen su agosto los populismos: el que culpa al inmigrante de todos los males y el que lo considera, per se, merecedor de impunidad; la primera batalla que hay que librar es contra esas presuntas soluciones definitivas, fáciles y sin matices que únicamente sirven para eludir una acción política eficaz y madura, a costa de la equidad y la paz. Pese a lo fácil que resulta a veces desatar las pasiones, Europa es un gran matiz.

Habrá que diseñar protocolos que permitan diferenciar al inmigrante económico del asilado político, garanticen con pelos y señales sus derechos y sus obligaciones, señalen estrictamente los requisitos y establezcan los supuestos de revocación de los permisos. Habrá que estudiar el fenómeno del taharrush –de nada vale ignorar que existe–, identificar los lugares de los que procede y las comunidades en que se tolera, desterrar toda generalización hacia colectivos tan complejos y plurales como los árabes o los musulmanes y perseguir, en cambio, cualquier germen de organización delictiva y sus canales de coordinación.

Habrá que tomarse en serio la educación para la ciudadanía como asignatura transversal a todo el currículo escolar y redefinirla para hacer frente a los retos reales de una sociedad distinta a la que conocíamos. Pero también habrá que conversar con los líderes de las comunidades musulmanas, que son quienes verdaderamente influyen entre los suyos, formar en la nueva realidad a policía, jueces y trabajadores sociales e informar a la ciudadanía de las prácticas de riesgo sobrevenidas, sin perder jamás de vista que la responsabilidad del delito es del delincuente. Habrá que agravar sin contemplaciones, si es necesario, las penas contra estos simios.

Que las futuras celebraciones de la Nochevieja se conviertan en una pesadilla y la vía pública en zona de riesgo para las mujeres europeas –incluidas las de origen árabe– es una perspectiva intolerable. Europa no debe tener ningún complejo en defender los valores que la han hecho grande, y en particular la libertad y la igualdad de la mujer; no debe tener, de hecho, duda alguna sobre la superioridad de estos valores. Pero, precisamente en su virtud, conviene no olvidar que, además de la piara de criminales del 1 de enero, viven entre nosotros –son también nosotros– musulmanes justos que condenan y se avergüenzan de esos hechos, que han asumido las reglas de la sociedad que los acogió, que son gran mayoría y que, con razón, nunca entenderían una criminalización general.

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