Por Francisco Miguel Justo Tallón, @pelearocorrer

El Gobierno de Zapatero vivió un momento dulce hasta que la burbuja del ladrillo estalló poniendo todo perdido de cemento. En los años del boom inmobiliario, con un crecimiento sostenido del 3 % y un índice de paro por los suelos, España era el país europeo con mejores perspectivas, tanto que a nadie le gustaba invertir en su propio futuro y el abandono escolar sufrió un avance sin precedentes: era mejor trabajar en cualquier obra y ganar un sueldo desproporcionado.

Marx se relamía desde la tumba, señalando con la barba las diferencias de clase, de las que nadie se acordaba. Con la economía derrochando optimismo, el Gobierno de Zapatero trató desde el primer minuto de significarse contrario a todo lo que el Gobierno de Aznar había hecho, el problema es que esa diferenciación fue más que una apuesta por nuevas estructuras económicas (a ver quien tenía coraje en aquellos años a llevarle la contraria al mercado inmobiliario) una apuesta por batallas culturales e ideológicas. Era tal el afán por hacer ver que su política era distinta que se inventaron ministerios orwelianos para que todos vieran que era posible otra forma de gobernar. Es agotador hacer ver al otro que uno es muy de izquierdas, muy progresista, muy rompedor; tan agotador como hacer ver al otro que uno es muy tradicional, muy conservador, muy de derechas. En esa impostura se movió la legislatura de Zapatero, que al final se retrató con una huelga general, la reforma de la constitución pactada con los populares y el 15M. Hasta que apareció la crisis el país fue una fiesta.

La ley de memoria histórica se aprobó en el año 2007, en aquella época en la que España parecía que formaba parte del G8. La ley tenía una dotación económica importante, y su aplicación quedó en algunos aspectos en manos de los ayuntamientos. Pronto apareció la crisis y demostró que la igualdad y el discurso social están sujetos a las leyes del mercado. En el año 2012 Rajoy eliminó de los presupuestos generales del estado las partidas destinadas al cumplimiento de la ley. Pero la economía no puede dictar los mandatos morales. Más allá del postureo del PSOE hay una verdad innegable: ninguna sociedad democrática puede rendir tributo y memoria sobre aquellos símbolos que la mantuvieron ahogada. Que las calles y plazas por donde transita la vida democrática tengan nombres de personas que nunca creyeron en el valor de la democracia es una paradoja insoportable, como caminar por una calle sin asfaltar que se llamara calle del asfalto, o rendir tributo al padre ausente que nos abandonó de niños.

Esta parte de la ley de memoria histórica no comporta un sobreesfuerzo económico inasumible, pero si un compromiso con la justicia. La alcaldía de Madrid estuvo 24 años dirigida por el partido popular; desde que en el año 2007 se aprobara la ley de memoria histórica hasta ahora Madrid no ha cumplido con la ley. Cuando Pedro Corral hace un encendido ataque al cambio de nombres en el callejero propuesto por la concejala de cultura Celia Mayer olvida que su partido ha cometido un error mucho mayor: saltarse la ley. Frente al equívoco de dos nombres y un par de acciones que no tuvieron que llevarse a cabo nunca (el asunto de las carmelitas y el monolito al alférez provisional) el Partido Popular tiene en su contra casi nueve años de desacato a una ley que no han querido llevar a cabo por razones ideológicas. Que traten de enmendar la plana a una ley que ellos mismos no tuvieron a bien cumplir solo responde al principio de hipocresía que rige de forma habitual la vida política.

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