Por Manuel Peñalver Castillo
En la hermosa verdad del gol, surge el recuerdo manriqueño del llorado Gaspar Rosety. La radio y el periodismo deportivo están de luto, de la misma manera que el corazón de todos los aficionados al fútbol. El periodista, al que descubrió José María García, era el único ser en este mundo capaz de transformar una sola vocal en hiato y en métrica virgiliana, como si estuviera describiendo los capítulos de aquellas páginas universales. Algo así como una clase de prosodia y de fonética en las aulas multitudinarias del balompié y sus miríficas metonimias, los domingos a partir de las cinco de la tarde; la hora lorquiana en punto, en su cita con el destino.
Rosety gramaticalizó los secretos de la radio y lo hizo con esa aura de leyenda que se dibujaba en su semblante cuando los goles subían al marcador en la analepsis del héroe. Gaspar en las ondas era como Gary Cooper mirando el reloj, para enseñarnos que la voz es la metáfora con la que el micrófono vence, porque desenfunda el sintagma un instante antes de que lo hagan los demás. Más allá de las señales y de las imágenes del deporte, su timbre era un verso, que acogía la sintaxis de la prosa como si de un hijo adoptivo se tratara. Suyas eran las estrofas, las sinalefas y las sílabas, cuando comienzan a ser contadas, para dar vida propia a las palabras que salen del corazón, puesto que son la pasión y el sentimiento, que, alguna vez, hicimos nuestros. «En la desierta sala el silencioso libro viaja en el tiempo. Las auroras quedan atrás y las nocturnas horas y mi vida, este sueño presuroso», versificó Borges, como si hubiera conocido al locutor de los fonemas registrados en las cuerdas vocales de la sala de prensa del Bernabéu.
En el infinito efecto de una causa noble, que contemplamos en el lenguaje con el que llega el alba, nunca celebraremos la mirada del mar tanto como aquellos saques de esquina, que tenían la misma melodía que las canciones de Janis Joplin; las cuales seguimos escuchando en el viejo tocadiscos.
Un partido de la máxima rivalidad entre el Madrid y el Atleti lo narraba como endecasílabos que nacen en los sonetos de Quevedo y se arraciman como versos libres para comunicar a los oyentes aquella frase de Di Stéfano: «Marcar goles es como hacer el amor, todo el mundo sabe cómo se hace, pero ninguno lo hace como yo». Las jugadas en el rectángulo de juego las hacía inolvidables con el mismo misterio con el que se hace inefable la poesía de Rubén Darío. Su entonación y sus tonemas no se podían encontrar ni en aquellos tratados de Navarro Tomás, que compramos en las librerías de viejo del otro siglo, que nos interrogaba capítulo a capítulo, cuando consultábamos la bibliografía de la época. «Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo, sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios. Y, cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece», nos recordaba como si los enunciados los hubiera cincelado Eduardo Galeano mientras contemplamos la Venus del espejo en el oxímoron de una tarde de otoño.
Los goles de Mijatovic, de Nayim y de Zidane fueron como gritos rebeldes que llegaron a las redes antes que el balón. Aquella intensidad articulatoria convirtió el monosílabo en la fonología de la existencia mucho antes de que los segundos se escaparan de las manecillas del reloj por no poder alcanzarlos el tiempo proustiano. Su definición del periodismo, «La ciencia de buscar la verdad y el arte de saber contarla desde un procedimiento ético», fue un silogismo antológico. Algo parecido dijo Bend Bradley, el director del Washington Post, mas sin la permanente anáfora de la lírica que tenía el comentarista asturiano con la apasionada oda del último pase en la geometría del desmarque.
Rosety no ha habido nada más que uno y se nos ha ido compartiendo en silencio los epígrafes más ilustrados de los cambios de juego que hacían antes la «Saeta Rubia», Pelé, Puskas o Maradona y, ahora, Neymar, Griezmann; Messi o Ronaldo. En los caracteres del llanto, volveremos a leer la voz impresa de un personaje análogo a sí mismo que eternizó las inflexiones del dribbling en el subconsciente de los oyentes. «Lentamente, ascendió el balón en el cielo. Entonces se vio que estaba lleno el graderío. En la portería estaba el poeta solitario, pero el árbitro pitó fuera de juego». La literatura de Rosety fue inagotable y pura. Y, al fútbol, lo hizo poema con hexámetros que siempre permanecerán: ¡gol, go-ol, gol, gol…!