El pimpampum blasfemo

Por Alfredo Arizmendi Ubanell

El episodio de los insultos al paso de la Dolorosa en su traslado a la Catedral de Pamplona no es más que el siguiente (no el último, me temo) dentro de una serie de ofensas al cristianismo católico en nuestra ciudad. Creo que no me equivoco si digo que, en ciertos ámbitos ideológicos, hacer befa de los símbolos católicos se está convirtiendo en la gracieta oficial. Ahí tenemos los padrenuestros progres, la “dolorosa” carnavalesca que circuló por el Casco Viejo pamplonés, o la exposición de Abel Azcona, a la que ninguna calificación jurídica, por exculpatoria que sea, puede lavar de su naturaleza insultante y ofensiva.

Sobre estos acontecimientos no voy a utilizar el típico argumento que viene a decir que con los católicos se meten y con los musulmanes no. Puede ser cierto, pero no deja de ser un argumento de andar por casa, puesto que incide no en los mecanismos, sino en una especie de “exclusividad en el padecimiento” que, además no es del todo cierta. Baste recordar que ese ámbito ideológico es, entre otras cosas, profundamente antisemita.

A estas alturas del siglo XXI, creo que a nadie le cabe duda lo saludable de la aconfesionalidad de las instituciones públicas. Eso que antaño se denominaba separación Iglesia-Estado, pero que en un mundo globalizado, también en los asuntos de fe, equivale a decir separación entre las cosas del César y las de Dios, sea cual sea este último. No veo cómo una hipotética Constitución podría sancionar a la vez la igualdad entre todos los ciudadanos con la preeminencia de una determinada confesión sobre el resto.

Pero esto no quita para que el hecho religioso, despojado de cualquier pretensión de influencia temporal, siga existiendo. Principalmente porque es una cuestión íntima, perteneciente al fuero interno de cada cual. También porque en ocasiones trasciende ese fuero interno en forma de manifestaciones públicas de religiosidad que, además del componente sagrado, constituyen poderosos elementos de tradición cultural y de vinculación social, cuando no de impulsores turísticos y económicos.

Lo que estamos viviendo de un tiempo a esta parte no tiene que ver con la aconfesionalidad, ni siquiera con la secularización de la sociedad. Estos dos fenómenos son reales, pero ninguno de ellos lleva necesariamente aparejada la hostilidad que percibimos. La abierta y creciente hostilidad contra el cristianismo debe tener otro origen, menos evidente pero más profundo. Haremos un intento de explicación en un próximo artículo, aunque les anticipo que tiene que ver con el concepto de “transferencia de sacralidad”.