Por Rubén Diez Tocado
Todos los indicios indican que la semana pasada fue real. Que existió. Lo más probable es que así fuese pero, en el fondo, vayan ustedes a saber. También nos dijeron que el grafitero Banksy, de identidad desconocida, es de Bristol pero, como nos ha hecho ver en Twitter el avispado de @xaviconde, no hemos vuelto a saber de él desde que murió Chus Lampreave. No me digan que no es para sospechar.
Les recomiendo que la semana pasada, dada su escasa verosimilitud, la pongan en cuarentena por el momento. Al menos hasta que algún autor de prestigio se inspire en ella para crear una novela que esté a su altura. La realidad, cuando nos llega de la mano de la ficción, se nos antoja más llevadera. En el libro del historiador la lucha del texto es con la parte documentada de la verdad. Los monstruos del novelista son otros: lo menos que se le pide a una mentira es que sea verosímil, tanto más cuanto más grande. Montaigne nos recuerda que mentir, en latín, comporta ir contra la propia conciencia. No les miento si les digo que la semana pasada puede ser toda mentira.
Uno puede llegar a ser muy crédulo, y mantenerse prevenido nunca está de más. Lo he comprobado en mis propias carnes. Hace muchos años quedé en verme con una muchacha un sábado por la noche. El lugar acordado para nuestra primera cita fue un banco muy concreto de un parque de las afueras. Llegado el sábado para allá que me fui. Transcurridos 5 minutos sin que ella apareciese me alegró la expectativa de tener que empezar aquella relación siendo cortés. Pasados 15 confirmé que la muchacha era impuntual, lo que me la hizo aun más deseable; ¿cómo podía tener aquella deferencia conmigo? Una hora después seguía sin hacer acto de presencia. Pensé que algo malo podría haberle ocurrido, algo grave, y sufrí por los hijos que ya nunca llegaríamos a tener. Me preocupé: ¿cómo haría frente yo solo a la hipoteca del piso enorme que íbamos a compartir?
A lo largo de la semana supe por un conocido común que ella estaba bien, bastante mejor que yo. En perfecto estado. Como no contestaba a mis llamadas, me indigné hasta el punto de creer lo que cualquiera hubiera creído: que había equivocado el sábado de la cita. Así que al siguiente regresé a aquel parque a la hora acordada. Y al siguiente, y al otro. Aún hoy me presento allí cada sábado, con la esperanza, he de reconocerlo, ya algo mancillada. Empiezo a creer que ella nunca aparecerá. No obstante me considero un tipo flexible, moderno, he vivido la crisis de estos últimos años muy pegado a la prensa y no hay nada que no pueda perdonar si se toman la molestia de explicármelo en condiciones.
Esto en lo que atañe a la verdad. Ahora les contaré el argumento de una novela del que supe la semana pasada. En ella la policía británica indemniza a siete mujeres por haberlas engañado para obtener información sobre los grupos activistas en los que militaban. Su error fue, una vez más, fiarse de las apariencias. En la novela, los agentes de Scotland Yard que se infiltran en esas organizaciones, con el fin de parecer creíbles, interiorizan su papel hasta el punto de llegar a emparejarse con las activistas y, en algún caso, tener hijos con ellas. Cuando la autoridad los requiere para otras misiones, ellos se limitan a desaparecer. Que un varón desaparezca sin avisar no tiene nada de novedoso. Distinto es que la orden no se la dé él mismo sino un superior. Yo tenía muy reciente la loca película Kingsman y lo creí un refilacho de su trama; una versión reeditada de La espía que me amó, con los sexos cambiados. Me corrigieron. La historia era original, pero no era tal historia sino noticia, aparecida en El País. Claro que puede que fuese real sólo en apariencia. Salió la semana pasada y de la semana pasada uno puede esperarse cualquier cosa. Que la hayamos soñado entre todos, por ejemplo, como en esos acontecidos de sugestión colectiva donde los miembros de una masa se coordinan para correr, asustados por un fenómeno que sólo existe en su imaginación.
Si creen, como yo, haber vivido la semana pasada, les sugiero que la vayan olvidando. Será lo mejor. Mi cuerpo, sólido compañero de viaje en el que empiezo a creer más que en mí mismo, me envió ayer una advertencia en forma de sueño. Soñé que ningún ministro había tenido que dimitir por aparecer en los papeles, que ningún exbanquero de apellido aristocrático, amigo de dar lecciones, había reincidido en su mano larga. Y hablando de manos: que las manos limpias seguían estándolo, levantando proclamas de justicia a cambio de nada. Pero no todo era bueno, no crean. En mi sueño, en lugar del Madrid era el Barça el que pasaba a semifinales, y la espina dorsal se me licuaba de la impresión.