Por David Barreira, @davidbr94

Hace cincuenta años, Gerald Foos compró un motel en Aurora (Colorado) para convertirse en su residente voyeur. Con la complicidad de su mujer, realizaron unas pequeñas reformas en el techo de varias habitaciones. Lo que a simple vista parecía una rejilla de ventilación, era, en realidad, una imperceptible ventana de observación. Foos se subía entonces al desván del edificio y desde allí observaba a sus clientes, anotando todo lo que veía y escuchaba. Su estudio duró décadas y nunca, en todo ese tiempo, fue descubierto.

Esta es la historia de un hombre obsesionado que se define a sí mismo como un “pionero en investigación sexual” y que Gay Talese, uno de los gurús del periodismo estadounidense, recoge en su próximo libro The Voyeur´s Motel. Como adelanto, el escritor publicó hace unos días en la revista The New Yorker un larguísimo artículo donde relata cómo Gerald Foos se puso en contacto con él y donde revela las características y comportamientos más inverosímiles de una persona obcecada desde la infancia en la contemplación de actitudes eróticas de terceros.

El dueño del motel le confesó a Talese que su objetivo era satisfacer sus “tendencias voyeristas y un irresistible interés en conocer cómo la gente dirige su vida tanto social como sexualmente”. Simplemente por curiosidad. Foos se consideraba un precursor en el estudio sobre el comportamiento humano, asegurando que la información recogida a lo largo de todos esos años era más valiosa que otras investigaciones porque la gente no sabía que la estaban observando. Todo su trabajo añoraba de una pluma que le diese forma y Gay Talese fue seducido por esa peripecia tan desgarradora.

Pero si el artículo suscitó polémica en la opinión pública y mediática, no giró en torno a la discutible conducta de Gerald Foos, sino que todas las críticas enfocaron a Talese y a su ética periodística.

En 1977 -cuenta el periodista basándose en las anotaciones de Foos- un traficante y su novia se hospedaron en el motel. El voyeur, fiel a sus costumbres, se subió al desván y descubrió al hombre vendiendo droga a unos chicos jóvenes -algo que le irritó especialmente. Cuando la pareja abandonó la habitación, el dueño del Manor House entró y vertió los estupefacientes por el retrete. No era la primera vez que lo hacía, pero en esta ocasión las cosas se torcieron. Una calurosa discusión entre la pareja terminó con ella estrangulada y el hombre dándose a la fuga. Desde el techo, Foos atestiguó todo el altercado y se dio cuenta de que el pecho de la mujer se movía. Pensando que estaría bien, abandonó el lugar. Al día siguiente, la mujer de la limpieza se encontró con el cadáver. Gerald Foos nunca le contó a la policía lo que había visto.

Para Talese, conocer estas revelaciones -seis años después del suceso- fue un shock. Solicitó más información sobre el tema a Foos y se puso a investigar, pero el voyeur se mostró reticente a decir más de lo plasmado en sus anotaciones y le recordó al periodista que había firmado una cláusula de confidencialidad. Talese confiesa que pasó varias noches sin pegar ojo, preguntándose qué debía hacer para concluir finalmente que era demasiado tarde para salvar a la mujer, convirtiéndose en una especia de encubridor de otro encubridor.

La situación en la que se vio inmerso el escritor conlleva varias preguntas éticas. ¿Cuál es la responsabilidad de un periodista cuando presencia una actividad criminal? ¿Debería contarle a la policía lo que sabe o, por el contrario, proteger a la fuente que ha confiado en él? ¿Hasta dónde llega el derecho a la información cuando se confronta con otros derechos y deberes fundamentales? ¿Hizo bien Gay Talese manteniendo en secreto la espeluznante historia de Gerald Foos? ¿Es ético que el periodista guarde la confidencialidad de su fuente aun sabiendo que ésta no está informando de todo lo que sabe sobre un crimen a la policía?

Cuestiones todas ellas muy difíciles de dilapidar bajo un simple sí o no, pues lo que es legal no siempre es ético; y lo que es ético no siempre es legal. Muchas de las mejores historias periodísticas se han conseguido saltándose algunas normas y amparando a fuentes que estaban delinquiendo (por ejemplo, Snowden y sus filtraciones sobre la Agencia Nacional de Seguridad). Y sin estas “ilegalidades”, el aparato de denuncia en el que se convierte el Periodismo cuando se observan injusticias y abusos del resto de poderes, no alcanzaría su fin.

Talese encubrió, con su silencio, a un testigo de un crimen que no reveló datos fundamentales para capturar a un asesino, así como a un hombre que espiaba a la gente manteniendo relaciones sexuales. Dos conductas inapropiadas y poco éticas, pero que configuran un relato periodístico lleno de inquietudes existenciales, profundas reflexiones y una trama real que supera cualquier tipo de ficción. Si Talese hubiera cantado, el misticismo de esta historia habría terminado, probablemente, entre rejas.

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