Por Pedro Peral

La participación de los políticos en los programas televisivos es vista como un signo de cercanía, en la línea de la “nueva política” para la gente que reivindica a Ciudadanos y Podemos. Pero el entretenimiento político no siempre favorece la reflexión serena sobre las medidas que habrán de concretar las promesas electorales.

Frente a la vieja política, los llamados “candidatos del cambio” se han esforzado por presentarse bajo la marca de la ilusión. Y la han sabido vender desde los platós televisivos, en busca de una audiencia masiva inalcanzable por otros medios.

La idea de librar la batalla electoral en estos escenarios tiene que ver con la nueva forma de hacer política, pero también con el empeño de buscar votos allí donde está la gente. Según un estudio de la consultora Kantar, citado por Aceprensa, la televisión se ha convertido en el medio preferido por el 53,8% de los electores en España para seguir la campaña. Le siguen Internet y las redes sociales (21,9%); la radio (11,4%); los periódicos y publicaciones en papel (9,6%) y, en último lugar, la asistencia a mítines y otros actos de los partidos (0,8%).

Los partidos tradicionales han tomado nota y sus líderes se han dejado ver en programas de máxima audiencia. Estos programas de entretenimiento logran mostrar el lado humano de los candidatos. Desde el sofá de Bertín Osborne, Rajoy habló de sus padres, de su accidente en coche... Sánchez hizo lo propio y habló con el cantante sobre sus estudios, sus ligues de juventud...

Pero los contenidos de los programas electorales importan menos, como advirtió el politólogo italiano Giovanni Sartori: “La televisión personaliza las elecciones. En la pantalla vemos personas y no programas de partido”.

Un efecto posible es que en la elección del candidato puede acabar pesando más su imagen que sus ideas: “Cuando hablamos de personalización de las elecciones queremos decir que lo más importante son los “rostros” -si son telegénicos, si llenan la pantalla o no- y que la personalización llega a generalizarse desde el momento en que la política “en imágenes” se fundamenta en la exhibición de personas”.

De este modo, dice Sartori, resulta muy difícil convertir la información en conocimiento: “La preponderancia de lo visible sobre lo inteligible, nos lleva a un ver sin entender”. La vídeo-política va de la mano del auge de la cultura emocional: “La televisión favorece –voluntaria o involuntariamente– la emotivización de la política, es decir, una política dirigida y reducida a episodios emocionales”, en palabras de Sartori.

A la cultura de la imagen le interesa explotar los “mensajes candentes que agitan nuestras emociones, encienden nuestros sentimientos, excitan nuestros sentidos y, en definitiva, nos apasionan”. ¿Qué hay de malo en apasionarse? Nada, “cuando se hace en su momento y en su lugar”, responde Sartori. Pero “para administrar la ciudad política es necesario el logos”, que es saber y no pathos.

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