Por Alejandro Pérez-Montaut Marti, @alejandropmm

Podemos e Izquierda Unida alcanzaron el pasado lunes un acuerdo para presentarse en coalición a las elecciones generales que se celebrarán el próximo 26 de junio. Bajo el propagandístico nombre de Unidos Sí Se Puede, Podemos fagocita a la desesperada Izquierda Unida. Con el mismo discurso de siempre, pretenden hacer ver a los españoles que el pacto ha sido ideado con el fin de convertirse en una vía común que pueda canalizar el voto de las "mayorías sociales". Sin embargo, la confluencia perseguía, desde el principio, otros fines mucho más egoístas por parte de ambas formaciones.

Iglesias sabe que el 20-D su partido tocó techo. Esos poco más de cinco millones de votos no iban a crecer, al contrario, menguarían en el caso de repetirse los comicios, pues los errores postelectorales de Pablo no iban a caer ni mucho menos en el olvido, y, con total seguridad pasarían factura. La falta de colaboración en la elaboración de un pacto de Gobierno sumada a los desvaríos que salían de la boca de Iglesias día tras día en el Congreso y en los medios de comunicación dibujaban un escenario muy desolador para el líder de la formación, con una importante fuga de votos si Podemos repetía el 26-J tal y como se presentó a las elecciones de diciembre. El ansia de poder de Iglesias le ha empujado a no permanecer estático, pues así nunca lograría su principal objetivo de satisfacer su deseo erótico de ser la dominatrix de Pedro Sánchez, ejecutando ese idolatrado sorpasso al Partido Socialista para así convertirse en la principal fuerza de la oposición, hundiendo entonces definitivamente a Sánchez y a su formación, porque por mucho que lo repita, su objetivo nunca fue acabar con el PP, sino con el PSOE.

Sin embargo, Pablo Iglesias sabía que no lo conseguiría solo, y que en Izquierda Unida podía tener un aliado, pero también un enemigo si todos aquellos votos descontentos con Iglesias y su gestión de los resultados decidían volver a depositar su confianza en Garzón. El temor a perder lo conseguido empujó pues a Podemos a explorar una nueva vía para perpetuarse como la ficticia fuerza del cambio. Esa búsqueda desembocó en Alberto Garzón y su partido, que, tras los desastrosos resultados de diciembre, tomaron consciencia del peligro que supondría para ellos unos nuevos comicios, en los cuales Izquierda Unida desaparecería definitivamente. Iglesias, aprovechando la tesitura, decidió proponer una mal llamada confluencia popular para absorber ese casi millón de votos, que, en unos últimos coletazos de idealismo, el votante de izquierdas otorgó a IU.

Por otro lado, Alberto Garzón necesita la coalición como agua de mayo, pues con una deuda millonaria a sus espaldas, Izquierda Unida no puede afrontar unas nuevas elecciones, y por ende no puede tratar de convencer a los españoles para que voten nuevamente a la izquierda caduca que nunca en su historia ha conseguido su principal propósito de desbancar al PSOE. Para Garzón y los suyos, ese objetivo carece ya de realismo y por tanto de prioridad, y lo primordial pasa a ser la conservación de su patrimonio político, asegurando la perpetuidad de sus cómodos sillones, preocupándoles entonces más el fin que los medios. Todos estos años de izquierda inmovilista y acomodada han llegado a su fin, y su verdadera moral se deja entrever tras el montaje de Jon Snow con el que Garzón se quiere vender como lo que nunca consiguió ser: un luchador y férreo defensor de sus ideas. Las negociaciones no giraron alrededor de la política social que tanto mencionan en sus discursos, sino que la principal exigencia de los de Garzón resultó ser el reparto del pastel electoral. Así es, el líder de Izquierda Unida pidió a Podemos una sexta parte de los diputados que se lograran extraer del voto de los españoles el 26-J, quedando una vez más la emergencia social de la que son gestores en un segundo plano.

La democracia interna tampoco parece ser el punto fuerte de esta coalición. El reparto de puestos en las listas de Unidos Sí Se Puede ha sido decidido por la directiva de ambas formaciones, sin el ejercicio democrático de unas elecciones primarias, en las que tengan por seguro que ganaría Garzón. Pablo Iglesias tuvo, a la hora de negociar, la suficiente perspicacia como para repartir a dedo lo que nadie había elegido, otorgando al líder de IU el puesto número cinco en las listas por Madrid, decisión que su nuevo aliado no debe cuestionar si no quiere que se rompa el pacto y caer así en el olvido. Vemos pues, cómo a Alberto Garzón no parece importarle tanto la carencia democrática de su ya compañero de partido. Ni a él ni a sus bases, que no han dicho ni una sola palabra al respecto. Tampoco parece ser de enjundia la supuesta financiación por parte del chavismo a Pablo Iglesias, que, según publicó Okdiario, suman más de 270.000$ ingresados en un paraíso fiscal a nombre del líder de la formación morada. La horda tuitera afín a Iglesias y los nuevos socios electorales de Podemos se limitan a dar crédito a lo que dice su líder, que, obviamente desmiente las informaciones amenazando con una querella a Eduardo Inda, sin otorgar el beneficio de la duda y pensar por un momento que la corruptela de Podemos puede ser una realidad. Lo curioso es que Iglesias no tome medidas judiciales contra el Presidente de la Asamblea de Venezuela, que también confirmó vía Twitter el supuesto pago.

Podemos ha hecho de su competidor su fiel aliado, que le reportará un buen puñado de votos si las previsiones son correctas, convirtiendo así a Iglesias en líder de la oposición. Aliado al que no se le permite discutir las decisiones tomadas por su jefe, y que se tendrá que conformar con las suculentas migajas de poder que llevaba tanto tiempo sin degustar. Aliado que se ha vendido por una limosna, y al que tarde o temprano, la ambición le traerá las pertinentes consecuencias.

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