Acerca del aprendizaje del habla (II)

Por Sigfrido Samet

Cuando se habla de un corte de pelo, a la garçonne, se entiende que es “como lo usan los muchachos”. Pero peras al vino, son peras con vino. Y merluza al horno, es simplemente merluza horneada.

Si alguien entiende mal una palabra, puede deberse a insuficiencia de conocimientos, pero también influyen los “atractores extraños” que pueblan nuestra mente.

La primera vez que oí “Saludo a la bandera”, el “mientras palpite mi fiel corazón”, entendí “mifie el corazón”. Este órgano tendría varias actividades, entre ellas palpitar y “mifiar”. No sabía qué podría significar esta palabra, y poco después, cuando preguntaba a mis padres, me contestaban: “Buscá en el diccionario” Cuando oí a alguien hablar de “chubasco”, creí que indudablemente quería decir “churrasco”. Y cuando mi madre cantaba:

“En alas vine de una quimera”

Yo suponía que el aquimerá era un ave gigantesca, como el águila que sacó a Simbad el marino de una profunda hondonada cubierta de diamantes.

Y cuando la letra decía,

Mi barca ligera

Su quilla desliza…

Yo suponía que la sliza era un material de propiedades maravillosas. Pues esto es lo que llamaba la atención a los chicos: los submarinos y sus periscopios, los tinteros involcables, los vasos de vidrio irrompible, el duraluminio, todo lo que tuviera propiedades mágicas o al menos semi-mágicas.

Cuando el hombre se encuentra con un nombre desconocido, asimila el sonido a lo que le es conocido, sin generalmente averiguar el significado de este nombre. Así, llamamos “Brujas” a la ciudad belga llamada Brugge (puente). Y los conquistadores españoles llamaron “Cuernavaca” al pueblo azteca Cuahunahuac. Y la isla que en inglés se llama “Key West” (llave del Oeste) la llamamos “Cayo Hueso”.

En una antigua película norteamericana, se cantaba: “the rope in the soap” (la soga en el jabón), pero en los subtítulos se leía: “la ropa en la sopa”. El sonido de ambas frases es muy parecido, y en este caso, el significado no tiene la menor importancia-

En las puertas de los aseos para hombres, suele leerse: “Caballeros” y en las de mujeres: “Señoras”. ¿Por qué no escribir directamente “Hombres” y “Mujeres”? Pero si llamamos “caballeros” a los hombres, deberíamos llamar “damas” a las mujeres. Había caballeros cuando el caballo era el medio de transporte más veloz y el arma bélica más poderosa. Sus dueños, generalmente “nobles”, tenían capacidad económica como para alojarlos y alimentarlos. Actualmente no hay “caballeros”; los han reemplazado los “automovilistas”, pero pueden ser tanto hombres como mujeres.