Por Fernando Salas Bernalte

Recuerda el historiador Josep Fontana al final de Europa ante el espejo que la gran muralla china —la mayor obra constructiva del hombre y única que alcanzaría a distinguir con la vista un observador extraplanetario— constituía, en realidad, tan sólo una de las piezas de un sistema de contención más complejo; un sistema cuyo elemento esencial lo conformaban los pactos establecidos con los pobladores extramuros en pos del aseguramiento de protección frente a terceros que las meras murallas físicas son incapaces de procurar de forma sostenida en el tiempo.

En este orden de cosas contemplamos las negociaciones de la diplomacia europea en los últimos meses que, con motivo de la crisis de los refugiados —la tragedia humanitaria más importante que padece Europa desde la Segunda Guerra Mundial—, han venido situando a Grecia y Turquía como puntos calientes de un acuerdo con el que frenar u ocluir la admisión en Europa de nuevos civiles asilados, expatriados y desplazados desde los sanguinarios conflictos bélico-militares en Oriente Medio. Los arreglos alcanzados, como es sabido, erigen ya hoy una densa muralla jurídica sobre las aspiraciones de la otrora apetecida Europa social y ciudadana, orgullosa de sus valores históricos de libertad, igualdad y solidaridad.

Aunque no se trata de una muralla tangible, sí es una muralla fáctica, nítida, observable: se percibe en la patente incapacidad europea de responder de modo unido y solidario a la crisis de refugiados; se percibe en la obscena dejación de responsabilidad moral por una Europa que alega “saturación” y elude ladinamente el uso técnico-legal de la voz "refugiado" para sustraerse de los compromisos jurídicos de protección internacional que conlleva; se percibe en la política comunitaria enteca y carente de principios de las últimas cumbres oficiales, saltándose con frivolidad las propias leyes de asilo y pretiriendo las obligaciones de derecho internacional de no devolución; se percibe, en suma, en la insensata desatención u olvido del que un día fue el mejor legado cívico-legal de la Hélade.

Contrastando con la minuciosa planificación de la muralla china —un sistema perfectamente delineado en sus ramificaciones y construcciones secundarias—, la muralla invisible en la que busca resguardo una Europa decadente surgió, esencialmente, de la improvisación. La Unión Europea —desunida y fracturada por el eje Este/Oeste— lleva ya demasiado tiempo posponiendo lo importante para ocuparse tan sólo en lo urgente de su propia supervivencia.

Y pretende afrontar la gravedad de una crisis económica adolecida diariamente por más de veintidós millones de europeos en paro estructural —o, lo que es peor, una generación entera de jóvenes malograda en los rigores de la disciplina fiscal—, con la peor respuesta posible: una incuria ético-jurídica que, entre objetivos nacionales divergentes de burocracias políticas tan elefantiásicas como poliédricas, siempre relega y olvida a los colectivos más vulnerables. Europa se abandona así a la desmemoria de su propio origen histórico, sin reconocerse en el sufrimiento de cientos de miles de refugiados, solicitantes de asilo y migrantes económicos frente a los que hoy se parapeta en su muralla.

Entre murallas invisibles que la encierran y socavan su mejor esencia inveterada —humanidad, diversidad, compasión, ética cívica—, Europa ya sólo arrostrará con credibilidad sus desafíos contemporáneos con pasos firmes y decididos hacia una integración política real que abata —como en Berlín en 1989— sus nuevas realidades de discriminación y prejuicio, sus temores inconfesados, su miedo irracional al otro.

Auguro que el futuro de Europa se decidirá a la postre en ese debate civilizatorio demarcado por la muralla invisible que hoy separa dos perspectivas encontradas. De una parte, la Europa integrada de los pueblos; el espacio de paz, democracia, progreso y libertades que —construido sobre grandes valores compartidos— deja atrás enemistades nacionales inflamadas en siglos de conflictos; la Europa del humanitarismo y la aceptación del otro; la Europa que, primando el interés general de todos, fue querida por los padres fundadores como R. Schuman. De la otra parte, las expectativas en una Europa menos social y convergente, donde el secular avispero de particularismos e intereses político-nacionales confrontados —como con el actual auge de los nacionalismos especialmente en el Este— podrían incluso trocar inoperativas las cláusulas económicas del ‘mercado único’, se antojan mucho más espectrales, belicosas y concomitantes con el Infierno de Dante Alighieri.

Como ninguna muralla es permanente —tampoco lo fue la gran muralla china— Europa aún puede demoler su invisible cerramiento, superar su déficit democrático, reafirmar la preponderancia de la humanidad sobre las patrias, hacer verdad el verso de R. Alberti donde “murallas se quiebran con suspiros y hay puertas al mar que se abren con palabras”.



***Fernando Salas Bernalte es abogado y economista.

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