Por Ángel Zurita Hinojal
Como aquel escorpión al que la rana ayudaba a cruzar un río y, aunque el precio fuera la muerte, no pudo evitar clavarle el aguijón porque hacerlo estaba en su naturaleza, el independentismo lleva en la suya la ruindad y el egoísmo. Siempre lo ha demostrado y hasta ha hecho gala de ello.
El vasco también ahora que parecía haberse curado de pasadas fiebres y haber adoptado un rostro más moderado. Ha bastado la posibilidad de que el PP necesite el voto de sus cinco diputados para formar gobierno y lo montaraz torna a asomar la patita.
Esta vez no se trata de aumentar los privilegios de los habitantes de “los territorios”, el nacionalismo vasco se ha mostrado mucho más “razonable”. En el ciclo de conferencias sobre la convivencia en el País Vasco sin ETA enmarcado en los cursos de verano de El Escorial de la Universidad Complutense, el lehendakari Urkullu ha vuelto sobre la llamada “agenda vasca” cuyo punto estrella es la transferencia de la gestión penitenciaria (con la competencia de las políticas inherentes a la misma naturalmente) como condición para que los cinco diputados del PNV faciliten la formación del ejecutivo popular.
Claro que la asunción de la política penitenciaria estaría vacía de contenido sin el “acercamiento de las personas presas a cárceles próximas a su domicilio familiar”.
Por eso, poca credibilidad me merecen sus propuestas para conseguir en el País Vasco una “convivencia conciliada”, centrada en medidas agrupadas en cuatro apartados: víctimas, clarificación, memoria y reinserción. El de las víctimas me parece claro, los otros tres vaporosos. Y falta otro quinto: verdugos.
Mal haría el PP en asumir ese envite. Un sector de sus electores no lo aceptaría. El 26-J ha recuperado una parte de los votos que perdió el 20-D. Si fuera necesario volver a votar, estoy convencido de que experimentaría otra mejoría notable y que retrocedería si aceptara esa parte de la agenda vasca.