Por Mario Martín Lucas

Mariano Rajoy ha encabezado la lista del partido político que ha vencido tanto en las elecciones del 20-D, como en las del pasado 26-J (PP), habiendo incrementado los apoyos recibidos entre una y otra en casi seiscientos mil votos, aunque perdiendo más de tres millones de apoyos respecto a los recibidos en 2011.

A pesar de ambas victorias, como minoría más votada, en la primera ocasión no llegó ni a someterse la investidura a presidente de Gobierno, incluso habiendo sido invitado por el jefe del Estado. Y en esta ocasión, tres semanas después de haberse celebrado las elecciones no ha conseguido incorporar nuevos apoyos expresos para su candidatura. Su única estrategia parece enfocarse a que tanto Ciudadanos, como el PSOE, se abstuvieran en la segunda votación de su investidura, permitiéndole gobernar, todo ello bajo el único argumento de la apelación a un sentido de Estado que exige a los demás, pero no a sí mismo.

Pero hagamos un repaso. El PP cuenta con 7.906.185 votos, el 33% del total emitido, mientras que los tres principales partidos de las oposición han recibido 13.598.212; lo que se articula en disponer de 137 diputados sobre el censo de 350, es decir la representación parlamentaria popular supone el 39,14% del hemiciclo.

El triunfo electoral no está en discusión, pero lo que no ha acreditado el Sr. Rajoy es la capacidad necesaria para atraer hacía sí, como candidato a la presidencia del Gobierno, a otras formaciones políticas distintas de la suya, como sí lograron, en su momento, otros candidatos que fueron capaces de lograr la confianza del Parlamento sin contar con mayorías absolutas. Ese es el reto, hasta ahora no superado, por el actual presidente en funciones.

El sentido de Estado que utiliza como arma arrojadiza al resto de formaciones políticas para forzar sus abstenciones y conseguir su reelección como presidente del Gobierno, es el que le debería emplear el mismo para identificarse como parte del problema, y ser capaz de dar un paso al lado, apartándose, para generar un espacio de acuerdo que no le incluya personalmente, poniendo distancia con lo que él representa: tibieza contra la corrupción, dinero negro, sobres en “B” y mensajes vía “sms” del tipo “Luis, lo sé, se fuerte”; más allá de las políticas aplicadas y una forma de hacer solo compatible con la “mayoría absoluta”, sin capacidad de negociación.

Esa es su verdadera responsabilidad, conseguir un espacio que concite la posibilidad de un acuerdo y que la minoría más votada, que representa su propio partido, pueda atraer hacia un acuerdo a otras formaciones, como podría ser Ciudadanos, negociando un programa concreto de Gobierno que posibilitara contar una mayoría en primera votación de 169 escaños, muy cercana a la gobernabilidad.

El chantaje de “o yo, o nuevas elecciones” es impresentable después de dos comicios en seis meses. Y un rasgo de todo estadista que llega a ocupar la presidencia del Gobierno de un país debería ser la capacidad de identificar que si no eres parte de la solución, eres parte del problema.