Gustavo Bueno en la plazuela

Llegada del féretro del filósofo riojano Gustavo Bueno Martínez,a de Santo Domingo de la Calzada/ Abel Alonso/ EFE

Por Manuel Asur

Casi a finales de los años 60, un hombre de aspecto algo zarrapastroso enseñaba griego y latín en Gijón. A través de un primo mío, que era su alumno, aprendí el latín y griego que José Luis García Rúa, que así se llamaba, le enseñaba. Rúa era anarquista y no cobraba. Cómo se las arreglaba para sobrevivir era un misterio. Se decía que Franco le impidió impartir clases en la Universidad de Oviedo porque se negaba a ceñir corbata. Y luego, para joderlo más, lo desterró. Al despedirse de mi primo, le recomendó que se matriculara en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo. Así lo hizo.

Mi primo Nicanor un día se presentó en mi casa para decirme que un filósofo que se llamaba Gustavo Bueno le había explicado las cinco vías de Santo Tomás de Aquino mediante las cuales se demostraba la existencia de Dios. Tanta impresión me causó que decidí camuflarme en el Paraninfo de la vieja Universidad de Derecho, en Oviedo, donde el filósofo impartía sus lecciones.

Sucedió el 4 de mayo de 1967. La mitad de los estudiantes estaban presos por haber asistido, unos días antes, a una manifestación pro Viet Cong. No eran numerosos y el profesor los podía conocer personalmente, incluso a los sociales (la policía secreta). Cuando sus alumnos se inclinaban ligeramente para tomar apuntes, yo permanecía rígido. Persuadido el profesor de mi actitud que parecía desafiante, clavó su mirada en mí y con énfasis vehemente me propinó: “¡Ahora que apunte el espía!” Mientras mi primo se partía de risa, yo no me perturbé. Pues trabajaba en Hunosa, en el exterior de la mina y estaba muy acostumbrado a la reciedumbre de todo tipo de expresiones que expelían los mineros. Así que dije para mis adentros: “¡hostia, otro minero!” Al mes siguiente Nicanor fue víctima de un accidente de tráfico y falleció en la mesa de operaciones de un hermano del filósofo, cirujano en el Hospital General. Yo empuñé su bandera y juré no perder de vista a Gustavo Bueno.

Cuando abandoné el paraninfo yo no era el mismo que había entrado. Y no consideré ni considero que el ímpetu de Gustavo Bueno, como algunos sostienen, es de ese tipo de personas, ¡qué vulgaridad!, ansiosas de trifulca para ser noticia. De ningún modo. Bueno amaba con pasión la filosofía y la manifestaba caiga quien caiga aunque luego el caído fuera él. No importaba. Sabía reponerse filosóficamente. Cómo lo hacía, era su secreto. Yo creo que una manera consistía en componer alguna tesis que luego aparecía plagada de análisis sorprendentes. Como Sócrates, aprendía más en el enfrentamiento dialéctico que en los libros. Aprendía más en la plazuela que en el taller donde después ensamblaba o pulía con rigor las ideas mundanas, los idola de Bacon. En la plazuela, en los platós de televisión, en las asambleas de los pozos mineros, paseando con un obispo o en la puta calle. Así era Bueno. Pasión filosófica sin tregua. Sin tregua, pues dejó escrito, cito de memoria, “en el momento que la severa disciplina del materialismo filosófico se relaja, cae en la metafísica”. Y para no caer en la metafísica había que pensar filosóficamente: “pensar es pensar contra alguien, no podemos entender nada, hasta que no sepamos contra quien va dirigido nuestro pensamiento”. Ya por vía de indignación o provocación o aceptación, Gustavo Bueno era un tábano. Un tábano socrático.

Entre todos los libros que ha escrito, a mi juicio, el más ambicioso es El Animal Divino. Una teoría sobre el origen animal (numinoso) de las religiones. ¿Habrá tesis más compleja y difícil en el mundo que explicar el origen de los sentimientos religiosos? Tan difícil que teorías competentes al respecto son escasas. Se pueden contar con los dedos de una mano. La consabida de la Biblia, la de Evemero (siglo III a.C.) y, en el siglo XIX, la de E. B. Tylor y Ludwig Feuerbach. Todas ellas parten de entes sobrenaturales, metafísicos, invisibles y, de algún modo, de una idea de lo sagrado transcendental.

Gustavo Bueno parte de todo lo contrario. Nos lo advierte en el prólogo: “este libro pretende impulsar en los lectores el pensamiento de que no hay que ir a buscar el núcleo de la religiosidad en las superestructuras culturales, o en los llamados 'fenómenos alucinatorios' (…), sino donde habitan aquellos seres no humanos pero inteligentes (…), que son capaces de envolver a los hombres... bien enfrentándose... bien ayudándolos.” ¿Tanta indigencia intelectual padece la Universidad española, tanta mezquindad política que El Aminal Divino ni siquiera ha sido traducido al inglés?

Bueno quería morir con las botas puestas y lo logró. Escribió hasta la última hora. Y el mejor servicio que le podemos prestar es intentar refutar sus tesis filosóficas. Es la mejor manera de conservarlas o de incorporarlas al patrimonio cultural de España y de la humanidad. Así es la filosofía. Y así era el filósofo de Oviedo. Descanse en paz.