Por José Gabriel Real, @Josega90
El tiempo se rige por sus propias reglas. Si el reloj marca las cinco de la madrugada, el cliente tiene la obligación moral de permanecer borracho hasta que el camarero lo eche del bar. No hay excusas ni cláusulas dentro de ese acuerdo tácito. En este punto de la noche ya se han perdido todas las batallas. La derrota se sirve en vaso ancho y sabe a ron aguado. La música ha dejado de sonar, la guapa está follando con algún forastero y la fea, también. Con las mesas mojadas, las sillas amontonadas, la televisión apagada y el suelo cubierto de cáscaras, el silencio impregna cada rincón del local. Es entonces cuando los últimos clientes elevan el tono de voz. Cada alocución empieza con un puñetazo en la barra, sigue con el dedo índice en los labios mandando callar y termina con una frase absurda que pretende pasar a la historia y no llega ni a Twitter.
El interlocutor, experto en la retórica de Cicerón, asiente balanceando la cabeza y con la mirada perdida, cambia de tema sin previo aviso. Llega un tercero, los abraza y ríen sin motivo. El sueño, provisto de bostezos y plomo en los párpados, se manifiesta sin reservas, pero las prisas se han quedado en la puerta. El camino es largo y tortuoso. Las calles se mueven solas, las farolas le piden abrazos y los vecinos más madrugadores le miran con desprecio. Sube las escaleras a gatas, introduce la llave del coche en la cerradura, se deja caer sobre el pomo y la puerta se abre.
La visita al bar es el plan de los tipos que no tienen ninguno, embajadas de apátridas sin más banderas que las que cuelgan de las botellas de Legendario. Siempre hay una primera vez y un bar abierto para la última.El mañana es una fotocopia en blanco y negro de un folio con el verbo beber conjugado en todas sus formas. Decía Humphrey Bogart que “el problema con el mundo es que todos están un par de copas detrás”. Adelanten su embriaguez.