Por Santiago Molina Ruiz

Quousque tandem abutere, Universitas patientia nostra? Esta es la pregunta que haría Cicerón si conociera las universidades actuales. Donde se consideraba que se encontraba la cuna del conocimiento se ha visto que, en muchos casos, es simplemente un trámite sin sentido para obtener un título que afirma que se han superado unas pruebas que confieren a su poseedor las habilidades necesarias para ejercer tal o cuál profesión; cuando, realmente, no se han podido desarrollar los conocimientos ni las habilidades, ni siquiera han permitido cuestionar o reflexionar las importancia de estos.

El dogmatismo epistemológico impera en las aulas. Esos próceres del conocimiento creen que son los detentores de toda la sabiduría que compete a su área. Cien páginas dictan toda la sapiencia de una asignatura o de un campo; es la única verdad, cuestionar cualquier parte de ese temario —siempre argumentadamente— es una herejía que se castiga con el desprecio del susodicho prócer. La calidad del alumno se mide en su capacidad de memorización —exclusivamente—. La repetición aberrante e incuestionable señala a la buena oveja que algún día liderará al rebaño y llegará lejos, la reflexión y el cuestionamiento representan el caos, el desorden, heterogeneidad y, por ende, la diferencia —tan odiada por muchos—, amantes son de la uniformidad, del rebaño del pensamiento y la docilidad.

La verdad nunca ha sido definitiva ni inmutable, ya que la innovación y el cambio imposibilitan que tenga tales cualidades, por tanto, la verdad como ideal sería inalcanzable —gnoseológicamente hablando—. Don Miguel de Unamuno escribió en De la enseñanza superior en España:

«Todos los años, desde que soy catedrático, me dejan los exámenes en el alma estela de pesar y de desconfianza, dejo de amargura. ¿Es ésta la juventud que hacemos? –me digo– ¡Jóvenes sin juventud alguna! ¡Forzados de la ciencia oficial! El espectáculo es deprimente»

«¡Jóvenes sin juventud alguna!» es lo se ve del estudiante, enseñado a obedecer, a repetir y a afirmar. También, en el mismo ensayo Unamuno escribió:

«¿Claustro? ¿Corporación? De esto no hay nada ni puede haberlo. Lo impide la organización misma de nuestra Universidad, y lo impide, sobre todo, el feroz individualismo que nos caracteriza y el espíritu de dogmatismo intransigente y sectario. Hay blancos y negros que luchan a alfilerazos, y pardos y grises que van viviendo y cobrando. Y un sin fin de filisteos, porque nuestra Universidad es madriguera de ellos»

Ya en el siglo XIX se advertían los grandes problemas de la educación superior y, más de cien años después, con nuevas infraestructuras, gente nueva, moderna, conocedores de técnicas pedagógicas ultramodernas y con la mente abierta persisten los mismos problemas que describía el maestro de la nivola. Se demuestra, así, la decadencia de algunos docentes desencantados, conformistas y vagos que detentan la mente de estudiantes, eliminando todo ideal, sueño y pasión. Por ello, muchas veces, cuando se acaba el camino, algunos se dan cuenta que nunca quisieron llegar donde están.

En el sistema educativo no se valora la pasión. Ni en la vida. Mas los pocos estudiantes que aún son capaces de mantener la pasión llegan más lejos que el resto, pues el entusiasmo —propiamente: inmerso en lo divino— mantiene vivo esos sueños y esas ganas de pelear por un futuro. Resisten a todas estas trabas y para obtener los conocimientos que necesitan, han de volverse autodidactas, pero al mantener ambas tareas deben hacer un esfuerzo aún mayor, esto es, memorizar lo que se les exige y —como decía Ramón y Cajal— esculpir su propio cerebro.

Todos los que siguen ese proceso por un ideal y se mantienen inmersos en lo divino y sueñan en grande no serán, en ningún caso, conquistados.

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