Por José Gabriel Real, @Josega90
En mitad de un derbi, con el codo apoyado en la barra y los altramuces flotando en el plato, siempre surge una chispa que prende un instante salvífico. Todo cobra sentido. No importa que llores por dentro, huyendo de esa nube negra que te acompaña hasta en estos días brillantes, que parecen pulidos con cera. Saboreas una cerveza recién tirada y te dejas llevar por el partido: un septuagenario desdentado piropea al árbitro con un “hijo de puta” seco, bañado en aguardiente, Poyet le chifla a los jugadores como si intentara aplicar la estrategia contraria a la ensayada, y las gradas del Sánchez Pizjuán empiezan a rugir, imitando a una afición de verdad, de esas que visten los colores del escudo y se emocionan con el himno del club. Los parroquianos, congregados en torno al televisor, siguen cada jugada entre protestas, tragos y pipas, cubiertos por una luz trémula, propia de una película de Fernando León.
En una falta lejana, de esas que obligan al portero a achinar los ojos como Clint Eastwood en un western de Sergio Leone, nació un gol. Llegó envuelto en un balón blando, pegajoso y traicionero. Golpeó en la espalda de Mercado y se coló en la portería de Adán sin ganas, obligado por las circunstancias. El Betis adelantó las líneas hasta alcanzar un empate melódico, marcado por los pases de baile de Joaquín, Rubén Castro y Álex Alegría. Fue una jugada preciosista, barroca, tejida con la tela de un sombrero fabricado en el área. Pero Estrada Fernández, preso de la envidia, invocó un fuera de juego ficticio para robarle protagonismo a los autores de la obra. Me recordó a los chavales que se llevan el balón a casa cuando empiezan a encajar más goles de la cuenta en una pachanga callejera.
Observo a los jugadores y me pregunto si entenderán la trascendencia de sus acciones; el rebote que favorece al rival y genera un contraataque mortal deviene en discusiones acaloradas entre amigos, el disparo que se estrella en el poste reabrirá el debate de la delantera en la oficina a la mañana siguiente, y la derrota consumada ahondará el surco de una esperanza inquebrantable y colectiva que se manifestará en la próxima jornada. Al final de la primera parte, uno de los comentaristas lanzó un canto a la vida: “¡¡Fútbol poco, pero pasión toda la del mundo!!” No suelo escuchar a esos expertos en la nada más oscura, pero esta vez no podía estar más de acuerdo. Hipotecamos nuestros días por tener un trabajo, encontrar una pareja y comprar una casa, cuando deberíamos volcar toda nuestra pasión en los gestos más mundanos: sacudir la cuchilla de afeitar en el lavabo, atarnos los cordones de las zapatillas, meternos las manos en el bolsillo y volver a casa rumiando una nueva derrota.