Por Irene González Fernández

El domingo, ante el asombro del mundo entero, y la indignación por parte de los medios que esta semana han estado alabando el infame Acuerdo con las FARC, el pueblo colombiano, una vez más, no se ha plegado ante la tiranía de la impunidad pretendida por parte del Presidente Santos. Una única pregunta para contestar a 297 páginas de reivindicaciones de las FARC, donde hubo una única respuesta: No.

En una campaña tan salvajemente desigual, en la que todos los medios colombianos y casi todos los extranjeros apoyaban el Sí, en una jornada en la que Colombia sufría al huracán Matthew, el pueblo colombiano ha dado una lección a la clase dirigente de su país, a todos los insignes mandatarios que acudieron raudos a avalar la firma del “balígrafo”, y ha dejado claro que quiere paz, pero una paz justa. La fortaleza que no ha tenido el Estado, la han tenido los ciudadanos, tras unos días de silencio tenso por saber que estaban subastando la dignidad de un pueblo bajo la mentira de paz, y bajo la amenaza de más violencia.

La victoria del No, no significa en modo alguno que las FARC hayan de volver a la selva a continuar con el terror. En primer lugar, es el momento de unión de todas las opciones dentro del Estado antes de iniciar un nuevo acuerdo pero con diferentes términos de negociación, ya que la guerrilla ha sido tratada en los tratos de estos años como si fuese un Gobierno paralelo igual de legítimo. La estrecha diferencia de votos en el plebiscito entre ambas opciones, deja sin embargo una amplia separación en el pueblo colombiano, dividido como nunca. Éste ha de ser el primer reto, fortalecer al débil Estado con la unión de las distintas fuerzas en un frente común, y con un mismo objetivo, aprovechando que las FARC han dejado claro, hasta el momento, que no quieren volver a las armas.

A diferencia de lo que muchos pensarán hoy, la disminución de la violencia en Colombia está hoy más cerca que nunca. Era del todo imposible que los Acuerdos de La Habana entre las FARC y el Presidente Santos trajeran la paz al país, y más si tenemos en cuenta que aún quedan tres guerrillas -no tan poderosas como las FARC- en Colombia.

Quizá -en la Colombia silenciosa- las encuestas otorgaban una amplia mayoría del Sí, ha rechazado el acuerdo por medidas como las siguientes:

-Las que garantizaban la impunidad, los terroristas iban a ser falsamente juzgados en un tribunal especial de paz, y su líder Timochenko, acusado de delitos de lesa humanidad, no sólo no iba a pasar ni un día en prisión (los defensores del No solicitan seis años, conocedores que en todo acuerdo algo hay que ceder). Si no con escaño en el Congreso contraviniendo la Constitución colombiana que prohíbe que ocupen cargos públicos los acusados de dichos delitos.

-Las que legitimaban el terrorismo como medio para alcanzar una reivindicación política. Hemos podido leer esta semana, que la mayor preocupación de los defensores del Sí, como el ex alcalde de Bogotá, Mockus, es la reinserción de los miembros de las FARC en la vida política, así que garantizarles 10 escaños independientemente de los resultados de las elecciones al Parlamento, era la mejor forma, ya que sólo puedes pasar de la selva siendo guerrillero a la ciudad siendo diputado o senador.

- Y finalmente, la reforma agraria. Se quería entregar a las FARC tres millones de hectáreas cultivables, en un país donde las mismas escasean, casi el triple de lo que tienen ahora. El cultivo de lo que ha financiado el terror, lo que financia cada paso que se ha dado, el negocio que realmente está detrás de todo esto y que pretendían llevar al siguiente nivel a través del fallido Acuerdo.

¿Qué cedía las FARC ? Entregar las armas -hasta aquí sigue siendo chantaje terrorista- y abandonar la idea de establecer un Estado comunista. Teniendo en cuenta que las FARC son la empresa hegemónica del imperialismo capitalista del narcotráfico, no parece la misma una renuncia que se la crea nadie. Las FARC pretendían llevar su siniestro negocio de forma más rentable, con menos violencia y desde las instituciones del famélico Estado Colombiano, con su presencia en el Parlamento. Y en segundo lugar, no establecer un régimen comunista, sino uno castrochavista, al igual que sus vecinos. La única diferencia entre uno y otro es el lenguaje a utilizar, el lenguaje de la “democracia de la gente”.

Estas medidas nunca hubiesen mejorado la vida de los colombianos, hubiese sido el comienzo de una Colombia chavista con otra materia prima distinta de financiación para el régimen.

La calma y el sosiego han de llegar al sector del Sí y unirse con todos los colombianos, no con las FARC. Este camino aún no se ha acabado. Uribe y Santos han de aceptar sentarse a negociar primero en Colombia para conseguir la unión de todas las fuerzas políticas vivas, incluyendo a las víctimas de las FARC. En la fortaleza del Estado está la debilidad del terrorismo.

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