Por Ramón Villota Coullaut

El problema lingüístico, que creemos tan español, afecta Europa desde el Congreso de Viena, con la caída de Napoleón, y posteriormente, al final de la Primera Guerra Mundial, con el desmembramiento de Austria-Hungría. Y siempre se ha basado en el reconocimiento de las minorías, entendiéndolo como un derecho colectivo, pero no debemos olvidar que los derechos colectivos no pueden socavar los derechos individuales.

Esta diferenciación es muy complicada, ya que el origen de estos derechos son, como he indicado más arriba, el respeto a las minorías con una lengua distinta a la nacional, indicando su derecho a expresarse y educarse en su lengua materna, pero este derecho crea un doble problema. A nivel comunitario, la existencia de una lengua distinta puede implicar un deseo de emancipación, ya que las diferencias tienden a acentuarse. Y a nivel individual, los derechos de las personas pueden verse limitados no sólo por la lengua mayoritaria en el Estado, sino también por la lengua minoritaria que, en determinada zona, se convierte en mayoritaria.

Así ocurre cuando se priorizan por las comunidades autónomas bilingües el uso de la lengua exclusiva de dicho territorio en los medios de comunicación o en la enseñanza, obviando, como es en nuestro caso, que parte de la población de las Comunidades Autónomas bilingües puede querer ser educada o utilizar el castellano en sus relaciones cotidianas, una opción personal en la que no debe intervenir la administración, salvo de forma realmente neutra, es decir, posibilitando que las dos lenguas puedan interactuar de igual a igual, pero no priorizando a la minoritaria dentro del Estado, para hacerla casi hegemónica en su zona de influencia. Son ejemplos de ello tanto Quebec, fiera de Europa en donde ya en 1993 se le impidió, en aras a la libertad de expresión, obligar al uso del francés en los nombres de empresas o signos comerciales, o la Comunidad Autónoma catalana en la actualidad, con actuaciones semejantes.

Lo mismo cabe decir respecto a la enseñanza de la lengua materna, puesto que ese requisito se ha convertido en la existencia de una lengua vehicular, la autonómica, para con ello restringir los derechos individuales de quienes quieran que sus hijos sean educados en castellano. En ambos casos, como vemos, unos hipotéticos derechos colectivos hacen quebrar los derechos individuales.

Al mismo tiempo, como indica la Doctora en Derecho Constitucional Patricia Fabeiro Fidalgo: “Con el reconocimiento de estos derechos –los lingüísticos-, se trata de encontrar un equilibrio entre la unidad nacional y el acomodo de la diversidad idiomática, entre las voluntades legítimas de tener una lengua común y de mantener las diferencias idiomáticas. Por lo que el que la organización estatal interponga una lengua franca no se considera una violación de estos derechos lingüísticos para la legislación de la Unión Europea”.

Esto hace, por tanto, que tanto en el sentido de los derechos individuales, como por la propia dinámica de evitar una disgregación innecesaria, es necesario proteger la lengua castellana en las comunidades autónomas bilingües, promoviendo que ambas lenguas estén en condiciones de igualdad ante la administración autonómica, no privando de derechos a los hablantes de una lengua sobre otra por la existencia de unos posibles agravios pasados que no pueden afectar a una realidad actual y a unos derechos individuales que también han de ser protegidos.

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