La Cuba inmediatamente posterior al 11 de septiembre es una Cuba alterada, que apuesta oficialmente por la controversia. Terrorismo no, pero imperialismo tampoco.
Durante la guerra de Afganistán, las televisiones emiten continuamente debates de política internacional, y las células del Partido se movilizan para manifestaciones y actuaciones antibelicistas. En la calle, los ciudadanos toman partido casi invariablemente por la postura oficial. Entre tanto, el Meliá Cohíba cierra más de diez plantas e Iberia despide al personal de la islandesa Air Atlanta, la subcontrata que tantos beneficios ha reportado a la compañía española en la línea Madrid-La Habana. “Desde el atentado el turismo ha bajado brutalmente. El 1 de noviembre nos ponen en la calle, gracias a Bin Laden”, se lamenta la azafata antes de que el vuelo aterrice en el Aeropuerto Internacional José Martí.
En Cayo Largo, aparentemente, nada de esto asoma. Se trata de un paraíso artificial, “descubierto por Fidel” en medio del Caribe y dedicado exclusivamente al turismo all inclusive. Españoles y canadienses llegan desde el pequeño aeródromo de Puerto Baracoa y se alojan en los impecables bungalós. Nada saben ni quieren saber de los debates políticos en la televisión. Piña colada, mojito, arena finísima y unos voraces mosquitos que obligan a fumigar cada atardecer amenizan una estancia en la que todo empuja a dejar los problemas a un lado. En el desayuno, y con el marido apenas unas mesas más allá, el cocinero le fríe unos huevos de codorniz a la turista y le advierte que dan gran vigor sexual, y que él no puede tomarlos porque ya sin ellos las chicas le piden que pare, por favor, que no pueden más... En este discreto ambiente, los recién casados, que forman nutrida cohorte, son objeto un día de una fiesta sorpresa, una especie de rito nupcial santero para turistas; absolutamente deplorable.
El personal de los complejos atiende al turista con tanto esmero como deseo de conservar unos empleos que conllevan buenos salarios, en comparación con lo habitual en Cuba, y complementos especiales por la prolongada separación de sus familias. Camareros llamados Jhadyd o Lester, camareras de nombre Yumelkis, jardineros que responden por Geosvanny o Bisoandrio -los nombres de persona en la Cuba revolucionaria merecen un estudio- se disputan con amabilidad jugosas propinas en dólares. En el Sol Meliá Cayo Largo, uno de los diversos hoteles que en Cuba son copropiedad del estado y de empresas españolas, el español aprende pronto la norma del ocio sin compromiso.
En la isla grande, en cambio, todo alude al compromiso. Cuba es la isla de la propaganda vertical. Desde los grafitos más espontáneos a los grandes carteles oficiales, el país está literalmente forrado de inscripciones, proclamas, convocatorias ciudadanas, lemas triunfales, denuncias altisonantes y declaraciones solemnes. Venceremos. En cada barrio Revolución. Camilo vive.
Además de la epigrafía, los héroes: el busto de Martí en todas las escuelas e instituciones educativas, además de plazas, museos y parques. El Che, omnipresente: uno diría que todos los pueblos de Cuba tienen un museo del Che. Y con Camilo Cienfuegos, algo parecido: si uno tiene la suerte de coincidir con el aniversario de su desaparición, en octubre, comprobará que cada año los niños cubanos participan en una rara suerte de romería estudiantil, entre religiosa y laica: transportan una corona de flores y la lanzan al mar, donde la avioneta del revolucionario se perdió, o en su defecto al río más próximo, que se encargará de llevarla al mar por ellos.
En cierta escuela de Trinidad, donde goteras y desconchones hacen las veces de decoración, la profusión de efigies y decálogos consigue que el espectador carpetovetónico retroceda en su memoria colectiva hasta los tiempos de la enseñanza franquista. Donde veíamos a José Antonio y Franco, vemos a Frank País y a Camilo Cienfuegos. “En Trinidad -afirma Federico- “siempre hemos sido muy batistianos, porque Batista hizo mucho por Trinidad; las cosas hay que reconocerlas. Pero lo cierto es que yo estaba condenado a no estudiar, porque en el campo no había escuela. Cuando tenía nueve años, vino la Revolución y lo primero que hizo fue poner maestros en el campo. Yo eso siempre se lo agradeceré a la Revolución, con todo lo que ahora le vemos”.
La ideología fracasa ante la necesidad, y hoy el pueblo cubano aspira con todas sus fuerzas a vivir del turista. Armando, por ejemplo, conduce un bicitaxi en La Habana. Cuando consigue recabar la atención de una pareja extranjera, muestra un rosario de carnés y certificados oficiales que lo avalan como taxista legal y también como licenciado en Economía. Las cuestas de Vedado son demasiado empinadas para sus gemelos, y en algunos tramos los pasajeros han de apearse para que el ciclista pueda empujar su vehículo. Compensan estos pequeños inconvenientes la inmensa amabilidad de Armando, que muestra el Cementerio de Colón y el Memorial Martí con gran despliegue de conocimientos. “Hice un curso con el Historiador de la Ciudad”. A los dólares de sus clientes suma la comisión que recibe del dueño del paladar al que los ha conducido.
Otros no llevan carnés. Jerónimo lo intenta en el Malecón, apostado frente al Meliá Cohíba. Cada día espera por huéspedes incautos de los hoteles más cercanos. ¿Ron? ¿Habanos? Con el tabaco hay que tener ojo: en demasiadas ocasiones, de la caja de puros sólo la primera fila es de tabaco, mientras que la segunda y la tercera son de hoja de plátano enrollada, que arde y se abre como harían los billetes que costó. Jerónimo ofrece también alojamiento, pero algo en la atmósfera induce a desconfiar de este joven atezado que apoda con desparpajo al Comandante. Para unos es Fidel; para otros, Barbapapá.