La zona del Capitolio es intransitable. Cientos de jineteros abordan, uno tras otro, a los turistas. Ningún riesgo, sin embargo, ninguna inseguridad. En ninguna ciudad del mundo hay más policías por metro cuadrado que en La Habana, y el turista es una figura protegida por el régimen desde que se instituyó el Período especial en tiempos de paz, es decir, desde que cayó el Telón de Acero. Ningún peligro, pero una gran dosis de incordio. ¿Habanos? ¿Ron?
La aproximación se inicia casi siempre con la frase “Españoles, ¿no?, ¿de qué parte?”, o bien con la variante: “Dice Aznar que España va bien (risas de simpatía).” Conteste el viajero que proviene de Madrid o de Vitigudino; la siguiente frase será, invariablemente: “Yo tengo amigos allá”. Luego viene un tostón insoportable que uno, si es nuevo, toma por ganas de charla, pero que en las zonas más visitadas por extranjeros será, casi con seguridad, ánimo de lucro. Si el turista lleva ya días en Cuba y, escarmentado, contesta: “No, gracias, ya tengo dónde dormir y dónde comer, no compro nada ni te voy a dar dólares”, el cubano se retirará con una frase amable. Ningún acoso.
No deja de ser interesante la casuística del timo habanero. “Cómprame leche, es para mi hermano enfermo”, pueden decirte. A continuación te llevarán a una de las tiendas donde los alimentos se venden en dólares, comprarán la leche más cara, de seis o siete dólares, y te darán efusivas gracias. Cuando te pierdan de vista devolverán la leche al cajero, con quien están conchabados, repartirán con él la ganancia y buscarán un nuevo pichón. Todos salen beneficiados. Algo parecido sucede con los museos: una pareja de mulatos elegantemente vestidos y notablemente aderezados (algún diente de oro brillará en la cordial sonrisa) abordará a la pareja extranjera a la puerta del Museo de Bellas Artes y le ofrecerá pasarles al interior comprando ellos la entrada a precio de cubano, en pesos. Efectivamente, hablan con el portero y éste hace la vista gorda, abre una puerta y los turistas pagan una entrada muy inferior a la turística, pero muy superior al precio para cubanos. Ni siquiera podemos hablar de timo: en este caso, el turista se beneficia tanto como el portero y los amigos cubanos; el único que sufre el fraude es el Estado.
Omar y Gabriel son de Pinar del Río. A menudo viajan hasta Soroa, para allí hacer botella (autoestop) en la autopista de vuelta a Pinar. En los alrededores del enclave natural de Soroa hay grandes probabilidades de que te recoja un turista en un coche de alquiler. La historia que cuentan es: “Trabajamos aquí, en Soroa, en el hotel; no tenemos forma de transporte porque hoy no trabajamos, sólo vinimos a cobrar. ¿Nos pueden acercar hasta Pinar del Río?”. De camino -son grandes conversadores- uno cree que muestran interés por España, pero en realidad están indagando acerca del potencial económico de sus víctimas y de su grado de candidez. Finalmente le ofrecen una sorpresa: “En Pinar del Río estamos de fiesta, y esta noche actúa Compay Segundo”. “¡Vaya, Compay Segundo!”. “Sí, con todos los viejitos. Lo que pasa es que hay que hacer cola durante horas. Si quieren, mi mujer y yo les sacamos las entradas y quedamos para ir juntos”.
Llegados a Viñales, los encantadores Gabriel y Omar se han ofrecido a acompañar a los turistas a la plantación de un hermano del famoso tabaquero Alejandro Robayna, porque aquí la visita es gratis salvo la voluntad, y han sugerido un buen paladar para almorzar.
Si el avisado turista indaga un poco -por ejemplo, sonsacando al dueño del paladar que cede comisión a los jineteros-, se enterará de que Alejandro Robayna no tiene hermanos, y de que esa noche no actúa sino una orquestita local. “¿Compay Segundo? ¡Ése es demasiado importante para venirse hasta Pinar!”. A la salida, Omar y Gabriel han estado cuidando el vehículo. Una buena despedida puede ser la siguiente: “Nos han dicho que Compay Segundo ha enfermado y que no viene, pero que van a traer a Michael Jackson para sustituirlo; si queréis os compramos las entradas”. Gabriel dirá: "Vámonos, Chino", y humillarán la cabeza; porque, pese a todo, parece que sufren por el buen nombre de su Cuba.
En cualquier destino turístico, las jineteras desayunan, almuerzan (comen) y comen (cenan) con los turistas. Un par de españoles con acento y aspecto de haber salido de alguna localidad del agro aragonés hinchan los respectivos pechos y sonríen a la parroquia en el céntrico café La Lluvia de Oro. Desayunan mientras una mulata de anchas caderas almuerza copiosamente a su lado, como haciendo acopio para el resto del mes. Al mismo tiempo, en cierto paladar de Vedado, tres cincuentones hablan en euskera entre sí e intercambian amabilidades cómplices con el dueño del local; sin demasiado reparo, uno de ellos muestra a los demás fotografías caseras de niñas muy pequeñas ligeras de ropa. La langosta no se les atraganta.
En las terrazas de la plaza de la Catedral, atractivas jóvenes toman cocacola junto a padres de familia españoles o italianos. En la Casa de la Música de Trinidad, mulatos atléticos, bailarines espectaculares, acompañan por la noche a nórdicas treintañeras y a españolas más o menos maduras. Todo esto está teóricamente prohibido.
Los paladares -o las paladares, que de ambas formas lo dicen los cubanos- y los alojamientos familiares abundan. Con el dólar como única vía cierta de subsistencia, todos quieren trabajar con turistas. Fidel tuvo que prohibir por ley el trasvase de profesionales a los servicios turísticos: un médico cobra algo más de treinta euros al mes, que es lo que puede ganar un maletero en un hotel no demasiado lujoso en un par de días de propinas. El que puede monta un negocio: puede obtener legalmente su licencia o bien sobornar o chantajear a un inspector. Guillermo, de La Habana, lo cuenta: “Me vino un inspector, porque alguien le había dicho que metíamos gente a comer y nosotros sólo tenemos licencia para dar bebidas. Cuando me preguntó, le dije: si me cierras el negocio, tendrás que cerrar antes el de tu amigo, que está en el mismo edificio, pero en la planta de la calle, la gente que pasa lo ve, y ellos no tienen licencia ni para comidas ni para bebidas”.
En Trinidad, Federico confiesa que él sólo tiene licencia para alojar, pero no para dar desayunos, por lo que pide discreción. En todos los paladares se ofrece langosta, que en principio está destinada exclusivamente a la exportación. “Pero todo el mundo conoce a alguien que las pesca. Es ilegal, claro”.