Fidel Castro ha muerto, aunque nadie ha visto su cuerpo, ni sus restos; pero digamos que oficialmente no llegará a poder celebrar el 58 aniversario de su toma del poder en Cuba, el uno de enero de 1959.
Personaje controvertido, con exarcevados entre sus enemigos y fieles más allá de cualquier sentido común, aunque el hecho de que el poder que él ejerció durante más de cuatro décadas, fuera heredado por su hermano y que ahora, el hijo de éste, sea el posible sucesor oficial, no parece la expresión de un régimen con la requerida apertura y contraste democrático.
He estado varias veces en Cuba, y he podido conversar con grandes defensores de régimen cubano, que más allá de las miserias visibles económicas que allí se sufren, a los ojos de un europeo, defendían hasta la extenuación aspectos como el nivel el servicio sanitario cubano; igual que he podido conversar con una joven, de no más de 26 años, desesperada por buscar el momento y la oportunidad de convertirse en balsera y poder descubrir un mundo más allá de las limitaciones, e imposiciones del régimen cubano, aunque el precio a pagar fuera el de su propia vida y la de su pequeña hija.
La historia juzgará a Fidel Castro, quien sin duda, ha sido uno de los grandes personajes que marcaron el siglo XX; alguien me dijo un día que lo sucedido en Cuba era una “injusticia bienintencionada” y quizás no le falte razón, ya que lo que expresan ambas palabras pueden estar en la esencia de lo allí sucedido, lo primero con seguridad y lo segundo, al menos, en sus principios.
Ante los hechos sucedidos estos días, vuelve a mi memoria la madrugada del 26 de julio de 2006, en la que se celebraba el 53º aniversario del asalto al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. Yo pensaba asistir al Cabaret Parisien en el Hotel Nacional en una noche de fiesta cubana, como preludio al viaje de mi regreso a Madrid al día siguiente, pero la casualidad hizo que la viviera desde una comisaría de La Habana, donde todo era tan antiguo que me parecía estar viviendo dentro de una película del cine negro de los años 40’s o 50’s del siglo XX, protagonizada por Edward G. Robinson y Barbara Stanwick, mientras todos los receptores de radio que estaban conectados no cesaban de reproducir discursos de Fidel Castro, para conmemorar tan festivo evento desde las primeras horas de la madrugada.
Los detalles que me llevaron hasta allí esa noche ahora resultan casi anecdóticos, pero la sensación de haber retrocedido en el tiempo, en ese momento, unos 40 ó 50 años, no tanto; especialmente cuando al recordarlo hoy, pongo en valor que al día siguiente se hizo pública la enfermedad de Fidel Castro que le llevó a ceder la presidencia de la República de Cuba en su hermano, Raúl, para morir, al menos oficialmente, de diez años más tarde. Yo por cierto pude coger aquel avión de regreso a Madrid, e incluso después pude ir a volver a esa isla del caribe, tan unida a España en el pasado, como en el presente y, esperemos, que, también, en el futuro.